viernes, 3 de febrero de 2012

La atalaya



Hasta allí te encaramabas para descubrir toda la vida que pasaba a tu alrededor. La barra era un otero elevado, de mármol frío y habías de escalar el taburete para llegar hasta ella. En la altura aprendías más que en la escuela. Una pareja discutía por nimiedades domésticas  mientras tomaba café. Más allá un poeta maldito -o eso imaginabas por su aspecto- escribía en una hoja sus últimos versos mientras apuraba una copita de aguardiente. Los integrantes de un grupo de compañeros comentaban las anécdotas del trabajo haciendo chistes,  a la vez que  tomaban unas cervezas acompañadas de las tapas que les iba sirviendo Mariano. Él era indiscutiblemente el alma del local, ya que con su poderosa voz y sus ademanes imponía orden en un lugar donde las conversaciones de los clientes y la música de la máquina de discos se adueñaban del espacio, a veces caótico.  Apenas tenías diez años y tu madre estaba en la cocina, preparando los bocadillos y las tapas que Mariano iba demandando. Tú debías hacer los deberes del colegio, pero no te podías sustraer al ambiente que allí se respiraba, tan distinto del orden disciplinario del que regresabas cada día al acabar la jornada escolar. Querías ser como él, y tener algún día un bar exactamente igual a ese. Lo admirabas en secreto, aunque no te dieras cuenta a tu corta edad. Apoyado en un rincón de la barra, con los cuadernos y libros apilados al lado, eras invisible a los ojos de los demás.  También llevaban sus libros un grupo de estudiantes que hablaba acaloradamente tras sus vinos en el otro extremo de ella. Venían cada tarde, al acabar sus clases. Te sabías sus nombres  y, a pesar de que en ocasiones hablaran muy bajito, ellos siempre te saludaban y te revolvían los cabellos diciéndote que estudiaras mucho, que en tus manos estaba la construcción de la otra España. Imaginabas que conspiraban, aunque de eso no entendías mucho. “¿Y qué haremos con esta cuándo construyamos la otra?”, pensabas mientras mordías la punta del lápiz y apretabas bien la lengua contra los dientes para que te salieran las letras perfectas, como le gustaba al hermano Francisco, el maestro de lenguaje.  De Españas apenas entendías. A veces, y aunque llevaras mucho cuidado, el hermano se enfadaba contigo porque la plana de la tarea se había humedecido un poco y las palabras aparecían borrosas. Tú no le explicabas donde la habías hecho, ya te guardarías muy mucho. Como te guardabas de comentar lo que escuchabas al vuelo. Seguías en eso las sensatas directrices de tu madre: “ver, oír y callar, porque a ti nadie te ha dado vela en este entierro”.  Otros días el negocio no estaba tan animado; en esas ocasiones, tu madre acababa pronto la faena y volvíais antes a casa. Por el camino le contabas  qué habías hecho en el cole y le hablabas de tus cosas, de tu pequeño mundo, ese que cada día ampliaba su horizonte desde la atalaya donde  gustabas de encaramarte.


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