Nació en medio del
ajetreo de la gran ciudad. Fue el gran sueño de su
madre: que su hija prosperara y conociera el mundo, ya que ella no había podido moverse del campo.
Se lo pidió al viento y este derramó las pequeñas semillas muy lejos.
Esperanza se crió
alejada de familiares y amigos, pero cerca de la especie más inteligente. Fue
autodidacta y aprendió las palabras que oía en la calle, aunque no tenía voz. Descifró el código que
usaban los humanos, así pudo leer los versos que resbalaban de los bolsillos de
los transeúntes e incluso de algún libro que alguien olvidaba.
Cada mañana, orgullosa y erguida, estaba atenta a lo que
sucedía a su alrededor. Y cada vez le gustaba menos lo que vivía. La gente
pasaba cabizbaja, ensimismada en sus
problemas, algunos protestaban, los comercios cerraban sus puertas y otros eran
desalojados de sus viviendas. Demasiada desdicha a su alrededor.
Ya no era feliz, pensaba que se había roto la empatía y
decidió regresar a su lugar de origen. Si tanta sabiduría como poseían los
humanos era tan inútilmente aprovechada, ya no le interesaba aprender más de ellos,
le pidió al viento que la llevara lejos y la devolviera a la armonía y paz de la naturaleza.