sábado, 18 de febrero de 2012

Nanas para Esperanza


A la luna lunera,                                     
la niña no tiene sueño,                          
su papá, Marco,
le contará un cuento.
Hablará de ilusiones
y de otros tiempos,
de noches mágicas
y muchos recuerdos.
Habrá en él estrellas,
sin pizca de miedo,
luces y auroras,
caricias y besos.
A la luna lunera,
Esperanza no tiene sueño,
hechizada entre los brazos,
palabras  y  versos,
que con cariño la arrullan
en un suave balanceo.




(Es la primera poesía que escribo, así que disculpad ambos mis rimas)                                                             Ilustración de Ofra Amit.


Cuando la luna crece, crece, crece,
Esperanza la mira y sueña, sueña, sueña
y soñando, se mece en ella.
Cuando Esperanza crece, crece, crece,
la luna la mira y juega, juega, juega,
y jugando, la luna se mece dentro de ella.

J.Luis Prieto.





viernes, 17 de febrero de 2012

Sueños olvidados (A los ancianos)

Ya no existen, ni tan siquiera los pueden encontrar en sus recuerdos porque los han olvidado.  Ella soñaba  con ser como Ginger Rogers y él, un apuesto Fred Astaire. La pareja musical perfecta. Cuando se cruzan por la calle, ya no se reconocen. Se miran, esbozan un ligero saludo cortés  y continúan su camino. Fueron compañeros inseparables en su juventud y se contaron todos sus secretos y sueños. Sus sombras continúan soñándolos.
                                                                                                                                       Fotografía manipulada de Lubomir Bukov

sábado, 11 de febrero de 2012

Una luz en la oscuridad

       
                                                                        Catrin Welz Stein

Paseaba las noches sin luna por el firmamento, vigilando que toda la  bóveda celeste estuviera en su lugar: planetas, nubes, astros, asteroides y estrellas. A los reticentes los colgaba de su larga melena para que la fueran alumbrando en la oscuridad.
La señora del Alba desaparecía al llegar el día.

jueves, 9 de febrero de 2012

Matar un ruiseñor


A pesar de mi corta edad, me quedé fascinada cuando te descubrí, fuiste algo más que el padre que todas hubiésemos deseado. Alto, apuesto, cariñoso y comprensivo. Eras, además, de los buenos: un modelo de integridad y un ejemplo que no debíamos perder por muchos años que pasaran. Y, no lo dudes, Atticus, apareciste de nuevo en mi vida y tu discurso no había envejecido y continuabas siendo un héroe. Ahora, para mis dos hijos pequeños, quienes se aprendieron tu película de memoria, mientras sorbían sus lagrimones y me recordaban  otra infancia ya vivida. 

lunes, 6 de febrero de 2012

Sueños de Cine








Pasábamos el verano en un pequeño pueblo de las montañas de la provincia. Corrían los años sesenta  y el único espectáculo que había y al que podíamos asistir los niños de la familia era a la sesión doble continua del cine Rialto. Yo era la más pequeña y mis hermanos, aunque a empellones, habían de cargar conmigo. Siempre, eso sí, a la primera sesión. La de la noche estaba destinada a los adultos.

Bien pertrechados con nuestras gaseosas y  la merienda preparada en una bolsa, acudíamos emocionados al cine, a pasar las tardes de los domingos.

A la entrada, junto a la taquilla, unos grandes carteles dibujados a color con las caras de los protagonistas nos anunciaban la magia que nos estaba esperando: el oeste americano, el desierto de Arabia, la estepa rusa o los monstruos gigantescos de un viaje submarino. Y allí, mientras hacíamos la cola, se iniciaba mi fascinación al contemplarlos. Ese era el anticipo.

Ya en el interior nos recibía una gran sala de  pantalla gigantesca, repleta de incómodos asientos de madera abatibles que, por supuesto, nos pasaban desapercibidos. Las primeras filas sólo poseían bancos corridos sin respaldo, por lo que siempre urgía llegar bien pronto para coger un buen sitio.

Las películas eran lo de menos a nuestra corta edad. Lo verdaderamente importante era la ventana que se abría ante nosotros cuando la sala se oscurecía. Y empezaba la aventura y nos sumergíamos en otros mundos.

Veíamos maravillados vidas de lujo, paisajes lejanos, realidades que nada tenían que ver con la nuestra, soldados que batallaban en grandes guerras,  tiroteos y persecuciones a galope de caballos, bailes y escenas de amor y  múltiples situaciones tan diferentes, que nos hacían perder, con los ojos bien abiertos como platos, y durante unas horas, cualquier contacto con la realidad.
Los bellos galanes y hermosas mujeres de la  pantalla me hacían soñar y sentirme uno de ellos, mi cuerpo bailaba al compás de las bandas sonoras. Entre música y bailes,  mis hermanos se olvidaban de mí  y volvían a casa.
Mi padre, ya acostumbrado, me recogía del asiento con sus fuertes brazos, mientras yo seguía soñando:
 -¡Vamos, Lilí, ya es hora de irse a la cama!
La sesión de cine continuaba.

domingo, 5 de febrero de 2012

OTRA MIRADA




Admiraban mi figura,  mi candidez, la elegancia de mi porte y esa liviandad en la que siempre me veían sumida. Desconocían que mi delgada figura se remontaba al oscuro fantasma de la ocupación nazi,  a causa de la malnutrición que padecimos todos. Tampoco sabían de mi sueño por el ballet y mi gusto por las cosas sencillas. Ni que bailé secretamente para la resistencia holandesa, hecho que guardo en mi memoria como un gran tesoro. La cámara se enamoró de mí, y por ella sí lo hice todo. Fui Sabrina, una ciega en la oscuridad, una monja, me paseé por Roma durante unas vacaciones y hasta logró que me apasionaran los desayunos de Tiffany’s y circular a dos por la carretera. Ella ha sido mi único y verdadero amor.       

SEDUCCIÓN


El local estaba en penumbra. Me acomodé en una mesa libre. Me habían recomendado aquel café en el bed and breakfast donde dormía. Al poco de que la camarera sirviera la copa, empezaron los primeros acordes del violonchelo. Y ya no supe dónde me hallaba. Sí, claro, aquello debía ser Egipto y perseguía la etérea belleza de una misteriosa dama que huía entre velos a bordo de una nave del antiguo Nilo, custodiada por dos hercúleos sirvientes. Una fuerza me impulsaba a correr  tras ella, pero ya no estaba allí, había desaparecido.  Yo, tampoco era yo mismo, sino un tramoyista que contemplaba extasiado, desde las bambalinas del Gran Teatro Bolshoi,  a un grupo de bailarinas, que hacían poesía al compás de la maravillosa música, la misma que me había seducido y  que me había hecho soñar lugares tan remotos. El sonido de los aplausos me sobresaltó y regresé al viejo recinto del Soho londinense.

sábado, 4 de febrero de 2012

La vida



Lo había esperado toda la vida. Estrella lo creyó convencida cuando le dijo que volvería, tan solo era un año embarcado y después pasarían el resto de su vida juntos. Era una decisión para salir del paso y hacer frente a la crisis, más adelante todo se arreglaría y encontraría otro trabajo. Ella lo amaba, le recordaba a aquel galán de la película "Un tranvía llamado deseo", también duro y parco en palabras  Al principio le leía a su hijo las cartas y postales del mundo que recorría su padre. Después, nada, ausencia. Había desaparecido del mapa cuyo recorrido trazaban cada noche. Su rastro se perdió en Hong Kong. No regresó al barco. Ahora, en la distancia de los años transcurridos, se preguntaba si no hubiese sido mejor amar la vida por sí misma, por lo que representa y ofrece, sin estar esperando, siempre insatisfecha, una quimera, un amor, ese que nunca tuvo y ya no tenía tiempo de alcanzar.

Navegando




Me gusta navegar por las palabras cuando escribo y bucear hasta encontrar la adecuada, como si se tratara de un preciado tesoro.
Me gusta dejarme llevar por los mares de libros cuando leo y  sumergirme en  historias que me atrapan  y me llevan flotando sin que me importen el oleaje o  el mal tiempo.
Me gusta mirar el mar y pensar en otros mundos lejanos y en los barcos que cruzan océanos y acercan continentes y tienden puentes entre culturas.
Me gustan los piratas y los aventureros, los que se lanzan sin mirar atrás, los que siempre sueñan.

El libro de la vida

                                                             "Book of Life" by American sculptor David Kracov.

Ojalá se pudieran escribir libros de todas las vidas y pudiéramos elegir uno para hacerlo nuestro. Con buena y pautada letra, como las de antes y lleno de aventuras, colores, viajes, amistad y sabiduría.
Cogeríamos un texto de aquí y otro fragmento de allá hasta que nos satisficiera al completo. Iríamos relatando nuestra propia vida de libro, alejándonos de la realidad, como en un maravilloso sueño. Un día seríamos una nómada del desierto vestida de azul cobalto, y al siguiente, una sesuda detective de crímenes irresolubles, que ella sí sabría solucionar. En otra página, una heroína libertaria, y al momento una escaladora que combate el frío, la insolación y el mal de altura, sin apenas despeinarse. Seríamos amantes del baile y de la danza, a la que dedicaríamos trasnochadas veladas, sin jaquecas incorporadas. Creeríamos en el amor y en las historias románticas a ratos, para acto seguido, transformarnos en perversas y descreídas femmes fatales.
La diversión estaría garantizada y esto es lo que nos sucede con las historias que nos cuentan los libros, vidas que vivimos, mundos soñados que  nos pertenecen al hacerlos nuestros, imaginándolos.                                                            

viernes, 3 de febrero de 2012

La atalaya



Hasta allí te encaramabas para descubrir toda la vida que pasaba a tu alrededor. La barra era un otero elevado, de mármol frío y habías de escalar el taburete para llegar hasta ella. En la altura aprendías más que en la escuela. Una pareja discutía por nimiedades domésticas  mientras tomaba café. Más allá un poeta maldito -o eso imaginabas por su aspecto- escribía en una hoja sus últimos versos mientras apuraba una copita de aguardiente. Los integrantes de un grupo de compañeros comentaban las anécdotas del trabajo haciendo chistes,  a la vez que  tomaban unas cervezas acompañadas de las tapas que les iba sirviendo Mariano. Él era indiscutiblemente el alma del local, ya que con su poderosa voz y sus ademanes imponía orden en un lugar donde las conversaciones de los clientes y la música de la máquina de discos se adueñaban del espacio, a veces caótico.  Apenas tenías diez años y tu madre estaba en la cocina, preparando los bocadillos y las tapas que Mariano iba demandando. Tú debías hacer los deberes del colegio, pero no te podías sustraer al ambiente que allí se respiraba, tan distinto del orden disciplinario del que regresabas cada día al acabar la jornada escolar. Querías ser como él, y tener algún día un bar exactamente igual a ese. Lo admirabas en secreto, aunque no te dieras cuenta a tu corta edad. Apoyado en un rincón de la barra, con los cuadernos y libros apilados al lado, eras invisible a los ojos de los demás.  También llevaban sus libros un grupo de estudiantes que hablaba acaloradamente tras sus vinos en el otro extremo de ella. Venían cada tarde, al acabar sus clases. Te sabías sus nombres  y, a pesar de que en ocasiones hablaran muy bajito, ellos siempre te saludaban y te revolvían los cabellos diciéndote que estudiaras mucho, que en tus manos estaba la construcción de la otra España. Imaginabas que conspiraban, aunque de eso no entendías mucho. “¿Y qué haremos con esta cuándo construyamos la otra?”, pensabas mientras mordías la punta del lápiz y apretabas bien la lengua contra los dientes para que te salieran las letras perfectas, como le gustaba al hermano Francisco, el maestro de lenguaje.  De Españas apenas entendías. A veces, y aunque llevaras mucho cuidado, el hermano se enfadaba contigo porque la plana de la tarea se había humedecido un poco y las palabras aparecían borrosas. Tú no le explicabas donde la habías hecho, ya te guardarías muy mucho. Como te guardabas de comentar lo que escuchabas al vuelo. Seguías en eso las sensatas directrices de tu madre: “ver, oír y callar, porque a ti nadie te ha dado vela en este entierro”.  Otros días el negocio no estaba tan animado; en esas ocasiones, tu madre acababa pronto la faena y volvíais antes a casa. Por el camino le contabas  qué habías hecho en el cole y le hablabas de tus cosas, de tu pequeño mundo, ese que cada día ampliaba su horizonte desde la atalaya donde  gustabas de encaramarte.


jueves, 2 de febrero de 2012

LIBERTAD




Unas pocas gallinas campaban a sus anchas por encima de los desvencijados sillones de eskay picoteándolos, mientras que los gatos se habían acomodado junto a la pequeña galería en un rincón de la  cocina, donde un perol de agua borbotaba sobre un hornillo. La mujer se mecía arrebujada bajo su toquilla en el balancín, junto a unas plantas necesitadas de sol. Recordaba otros tiempos felices en su casa. Ahora ya nada era como entonces.
-¡Madre, ya hierve el agua!
Se levantó pausada, su memoria añoraba los árboles, el aire limpio y el sol. Pero por encima de todo, echaba de menos a Blas, su marido, a quién recordaba  exactamente igual que el día que se lo  llevaron: joven, con su camisa blanca, los pantalones de faena y las alpargatas atadas. Había pasado mucho tiempo, pero en su memoria seguía igual de apuesto.
-¡Madre! ¡Las gallinas se han salido de la jaula y están haciendo desastres!
La anciana echó la malta y la achicoria en la olla y apagó el fuego. ¡Tantos recuerdos! Cortó unas rebanadas del pan y las puso en un plato junto al dulce de mermelada de la anterior temporada. Su hija tomaría el desayuno y se iría a trabajar, ella se quedaría tranquila de nuevo con sus pensamientos.
Las gallinas saldrían de la jaula porque necesitaban territorio.
Desde que las habían desahuciado de su casa en el pueblo por impago de las letras, su vida, como la de los animales, languidecía en aquel pisito.