lunes, 13 de abril de 2020

Y de regalo...un hada


Hacíamos cola para entrar en la tienda especializada en verduras y frutas de la isla. Íbamos todos armados de guantes y mascarilla. Solo diez clientes. Cuando sale uno entra otro. Yo me había quitado la chaqueta y la había dejado en el coche. La mascarilla me da mucho calor y me empaña las gafas. A mí me gusta esta tienda porque trabajan antiguas alumnas que me saludan por mi nombre y yo siempre les digo una tontería para quitar dramatismo a su trabajo y a nuestras vidas. Pues bien, no tenía suficientes brazos para todo lo que he ido cogiendo y, a la hora de pagar, me he dado cuenta de que el dinero estaba en un bolsillo de la chaqueta. He dejado la compra en un lado y les he dicho que enseguida traía lo que faltaba, que lo tenía en el coche. Y en el momento de salir por la puerta que comunicaba con el exterior, donde ya había una cola considerable, del interior de uno de los carros una voz conocida y atronadora ha gritado cuando me ha visto:
-¡Yayaaaaaaaaaa!!
Yo, qué no daba crédito detrás de mi mascarilla, he respondido al grito con un :
- ¡Hola, corazón, mi niña! ¡Cuántísimo tiempo sin verte, cariño, guapa!
He guardado las distancias establecidas por ley y no la he tocado, ni siquiera me he acercado demasiado, pero le he dicho a mi nieta de tres años:
-Te voy a dar un mordisquito cuando pueda. Y te contaré el cuento de Vega.
Ella se reía como una loca y me llamaba todo el rato. Ha sucedido muy rápido.No he llorado, cosa rara en mí, porque la sorpresa y la alegría han sido superiores a la emoción y a la llantina.
Hoy, sin duda, ha sido el día más feliz y mágico de mi cuarentena.

A todas las abuelas, alejadas forzosamente de la alegría de sus niet@s

Siempre atareada


María Antonia no necesitaba que la luna llena, causante de sus insomnios,
brillara en el firmamento. Cada vez que pasaba la noche en vela, se levantaba como
una autómata, cogía la escoba y barría todo aquello de la vida que le disgustaba:
palabras, silencios y miradas. También políticos, muchos políticos que la enojaban.
Al acabar, si todo iba bien, la casa quedaba limpia como una patena,
vigilaba que no les faltara nada a sus mascotas, volvía rendida a la cama y soñaba. 
Cuando ni con esas podía dormir, porque el sueño no aparecía,
y su mente seguía deambulando por la consulta de enfermería del CAP
donde trabajaba, tantos problemas ahora con el coronavirus, regresaba a la cocina,
su gran reino destronado, y buscaba, en libros de recetas  antiguas,
platos que nunca hacía y preparaba suculencias, que al día siguiente regalaría a su hijo
y a los vecinos que no salían de casa desde el confinamiento.
A la Siseta, además de la compra que le hacía casi a diario, le llevaría un táper
de albóndigas. Estaba tan sola con la hija lejos. Y al Pere, el viejecito del segundo,
que desde que su mujer estaba ingresada se le veía muy desmejorado,
unas croquetas blanditas que pudiera comerlas aún sin dientes.
A su hijo, que vivía lejos, en Montbau, un fricandó, que tanto le gustaba.
Tendría que venir a  buscar la fiambrera de camino a su trabajo.
Él llamaba al timbre del portal y ella la colocaba  en el ascensor.
Ni un beso ni un abrazo. Desde que se había iniciado la pandemia,
sólo desde el balcón se los mandaban. 
Su vida, entre pacientes y vecinos, siempre, siempre, atareada.


 A mi amiga María Antonia Plaza, auténtica heroína