jueves, 21 de marzo de 2019

Un juego divertido




Las tardes de invierno se hacen muy largas en este lugar tan mágico donde vivo. Sí, es una pequeña aldea y hay pocas cosas que hacer si no te desplazas a la ciudad. Por eso, quedamos con unos cuantos amigos en vernos en mi casa el primer sábado de cada mes, y así lo tenemos establecido. Nos sentamos alrededor de la gran mesa de la cocina, mientras tomamos un chocolate caliente con cualquier dulce que haya preparado para acompañarlo. Soy una excelente repostera y cocinera. La chimenea está encendida y sencillamente charlamos, mientras en el exterior oscurece; ellos a sus cosas: que si los huertos y los naranjos, el país y la economía…  y nosotras a las nuestras: novedades, libros, películas… Me siento muy feliz.
Últimamente nos ha dado por jugar al “diccionario” con nuestras definiciones de pacotilla que simulan las de la real academia de la lengua. Nos morimos de la risa y vamos a muerte a ver quién gana y consigue proclamarse vencedor al engañar a sus adversarios. Tenemos mucho quorum y nos divertimos tanto, que nuestras risas atraen a los más jóvenes, que también se apuntan, y a veces, sus amigos, porque además de instructivo es de troncharse a carcajada limpia. Como en casa ya no había suficientes diccionarios para todos, cada uno traía el suyo debajo del brazo. No es plan que os explique ahora el desarrollo del juego, pero debéis probarlo. No os decepcionará. Condición sine qua non que seáis un grupo amplio pero no tanto que no os permita recordar todas las definiciones que se van leyendo.
A lo que iba, ahora se ha impuesto, en esas tardes al amor de la chimenea, otro juego. El de los viajes. Somos todos muy viajeros y aficionados a dicha literatura. Se trata de adivinar, divididos en dos grupos, de qué lugar estamos hablando. Puede ser un país, una ciudad, o cualquier sitio del mundo que nos parezca sugestivo. Que amemos o que odiemos. O que simplemente esté ahí, pero eso sí, siempre, siempre, conocido, es decir, hemos tenido que estar en él.
Una persona de un equipo representa con gestos el lugar. Los del contrario, al ver sus movimientos inician su incesante torpedeo: ¿ciudad?, ¿pueblo?, ¿mar?, ¿montaña?... Y el que está de pie describiendo no puede hablar, solo afirma o niega con gestos, en respuesta a las sucesivas cuestiones, y así hasta que poco a poco se aproximan y lo aciertan.  Es muy entretenido y también muy risueño, al tiempo que  nos permite viajar con la imaginación.
Os reto a adivinar mi lugar: con mis manos trazo un amplio espacio que atrapo entre ellas como un extenso cubículo blanco y grande, cuya parte superior acaba en punta. En él me siento muy a gusto y realizo semejantes gestos poniendo cara placentera. Hago el ademán de asomarme por la ventana y con mi dedo trazo siluetas de montañas y árboles. Señalo colores, de los que llevan puestos en sus ropas mis espectadores, para los árboles que vislumbro: naranja y verde, fundamentalmente. Las ondas del mar azul, más lejos. Cojo una caracola y lo escucho lejano en su interior. En ese lugar trabajo, leo, sueño y escribo, hablo y comparto y... Ahora mismo parezco un mimo profesional. No paro de hacer muecas arriba y abajo, abro y cierro, giro sobre mí misma y lo señalo todo. Nunca estoy ociosa, me muevo por él trajinando, aunque a veces me paro a olisquear o  simplemente a descansar con una infusión en la mano.
Mi gesto ahora aproxima mi mano al corazón y lo esparce alrededor de todos los presentes, moviendo tenuemente los dedos como si fuera un polvo mágico y los salpimentara a todos. Lo repito varias veces.  Suspiro profundamente de felicidad. Estoy encantada. Y no necesito moverme.
¿Ya lo habéis adivinado?
En caso negativo, dirigíos al inicio de la historia.


Te declino


                        
El Nominativo arrastra tu nombre hasta mí.
Con el Vocativo te llamo.
El  Acusativo te sitúa directamente junto a mi verbo. 
El Genitivo me dice que eres mía.
El Dativo, que te quiero para mí.
Con el Ablativo me colocas circunstancialmente junto a ti.
Ya no sé cómo decirte que te quiero.

lunes, 18 de marzo de 2019

En el centro del corazón


         Me gusta encontrarte en todos los rincones de tu casa aunque tú no estés. Y ahí estás, en tu taller de manualidades.
                   



Siento que respiras entre los abalorios que decoran tu habitación y en los colores de las cuentas de tus collares, pulseras y fulares. Escucho tu música cuando los balanceo.
Me gusta la luz en tus plantas.


Y te encuentro en tantas palabras ordenadas y  recogidas en tus libros...


        Me gusta tu ética y tu estética. Tus dibujos y tus objetos. 
                La artista pinta en el lienzo de las paredes. 
                               Ninguna se quedará blanca.













Me gusta descubrir a Chagall en sitios insospechados y que una niña amable me anticipe la puerta del baño. 


Los recuerdos vuelan por las paredes junto a mariposas y peces azules.

⤖⤖⤖⤖⤖
⟿⟿⟿⟿⟿⟿
⟴⟴⟴⟴


Caracolas y sueños de mar adornan los rincones.

Las maletas, cansadas, reposan llenas de imágenes con las que no es necesario moverse para viajar a océanos y continentes lejanos.
Los sombreros sonríen colgados de la percha junto a fotografías de niños pequeños que juegan sin saber que los tapices cálidos han sido situados de manera estratégica por su dueña, para suavizar caídas y golpes irremediables.
Los pequeños ya se han hecho hombres.
Se casan, tienen hijos.
Es la vida y el tiempo que pasa.


Nubes de colores y flores se enredan trepando por donde se juntan las esquinas altas.


Y todo es un juego. Un juego de amigas que comparten, ríen y charlan.
Me encanta tu casa.

********

lunes, 11 de marzo de 2019

Cimarrones


La casa de Liliana Zerquera parecía esconder muchas vidas entre sus viejas paredes. La elegí cuando buscaba habitaciones por internet en Trinidad, precioso enclave colonial de Cuba. Me gustó su nombre, sonaba muy musical y era, además, el de su actual propietaria.
Nada más atravesar el gran portón de entrada que daba a la calle adoquinada por donde llegamos arrastrando nuestros pies y maletas, nos sentimos trasladados a otra época, muy lejana en la historia.
Nos recibió la dueña, Liliana, en una gran sala a la que daban las habitaciones de la familia. El tiempo se había detenido entre aquellos suelos, muebles y cortinajes. Desde allí y a través de una gran puerta con vitrales se accedía al amplio salón comedor, abierto totalmente al patio. En este último, mirando al pozo, se encontraban nuestras dos habitaciones.
Enseguida me sentí muy a gusto, parecía que la casa nos estuviera esperando. Dejé mis bártulos y me senté en una de las mecedoras como si fuera mi propio domicilio.
Liliana, una señora de unos cincuenta años de aspecto muy agradable, blanca, distinguida, con el pelo encanecido anticipadamente, y unos ojos brillantes y curiosos empezó a contarme su vida como si fuera un reencuentro de viejas amigas.
No me extrañó, puesto que me sentí fascinada desde el primer momento por aquel ambiente. Su marido, un apuesto joven, se ocupaba del bar y la cocina.
La madre, una anciana con Alzhéimer, paseaba incansable de un lado a otro como un vestigio más en la fantasmagórica visión del pasado que se cobijaba bajo esos altos techos.
“Ríete tú del realismo mágico o de Isabel Allende y su Casa de los espíritus”, –recuerdo que pensé mientras la observaba–, pues era todo un personaje novelesco.
Yo me mecía en el balancín de madera mientras Liliana me acompañaba, sentada también en otro y me iba contando:
“La casa fue construida en 1808 y también se la conoce como La Casa del Historiador, mantiene intacta su arquitectura de la época, sus vitrales, muebles, piso original, patio central, pozo…”
De todo ello ya me había dado cuenta yo nada más entrar. Sin necesidad de explicaciones. Ella seguía a lo suyo y mis ojos no sabían dónde descansar.  Lo miraba absolutamente todo y estaba hechizada.   
“Aquí vivieron mis abuelos y mis padres, mírala, la pobrecita, como está, cada vez peor –se lamentaba al tiempo que señalaba a la viejecita con demencia, que era su madre–. Mi padre, Carlos Joaquín Zerquera, el historiador oficial, licenciado y genealogista colaboró en la investigación y organización del Archivo de Historia de la villa, buscando documentos originales en el Archivo de Indias de Sevilla y trabajando en la restauración y creación de los museos en Trinidad. También, en la restauración y conservación de la ciudad en general, labor esencial para que la misma alcanzara la condición de Patrimonio Cultural de la Humanidad…”
Mis ojos se cerraron cuando escuché la palabra Constantinopla, como en la película de Woody Allen, La maldición del escorpión de jade, donde  hipnotizan a la protagonista al oír una palabra.
Sé perfectamente que es de muy mala educación dormirse cuando le hablan a una, pero el cansancio del viaje, el suave balanceo de la mecedora y el tono monocorde con el que desgranaba una historia tan antigua, –pues se había remontado a la genealogía de su familia en el Bizancio del siglo VI–, hicieron mella en mí y me quedé profundamente dormida.
Mis compañeros de viaje descansaban en sus respectivas habitaciones, que era lo que yo tendría que haber hecho si mi curiosidad y mi gusto por las historias no me hubieran llevado de cháchara con la dueña.
Ella, la oía lejana en sueños, seguía con la Rusia zarista y el exilio en Francia. “¡Pobre nobleza desnortada, gracias a que hablaba francés y pudo asentarse allí, huyendo de la revolución!” –pensaba yo en sueños.
Porque mi sueño sucedía en un ingenio del valle próximo a Trinidad, donde la clase privilegiada poseía las plantaciones de azúcar cultivadas por los esclavos. Esclavos negros africanos de los que conocemos sus terribles condiciones de vida por la literatura y el  cine. Eran los cimarrones que, en su huida, se habían escondido en la cocina y en el patio de la casa de Liliana Zerquera.   
–¡Sois libres! –les arengaba yo, que me aparecía bien mulata,  con el pelo ensortijado más negro todavía, recogido tras una amplia cinta, mientras les servía la comida en la mesa contoneando las caderas–. La esclavitud en las colonias fue abolida por el Congreso en 1880. ¡No debéis preocuparos! ¡No tengáis miedo!
Mi voz sonaba tan pasional como la de Aretha Franklin. Poderosa, espléndida y cautivadora. Me entraron ganas de entonar un himno libertario. O de iniciar una ceremonia ritual dando vueltas bajo una ceiba, cosa imposible, pues no la había en la casa de Liliana Zerquera.
Ellos, estupefactos,  me miraban sin comprender bien lo que les decía, como si estuviera chiflada. ¿Tal vez aún no se había decretado la abolición de la esclavitud? Estaba confusa. ¿En qué año me encontraba?
Me sacó del aturdimiento la tosecilla de mi anfitriona, mientras yo, sin querer, me despertaba de una violenta cabezada.
Los retratos de los antepasados de Liliana colgaban de las paredes y me miraban con muy poca simpatía.
          –Querida, creo que le sentaría bien una limonada. Parece usted muy agitada.
Me contemplé de refilón en el espejo de un mueble antiguo, pero ya se había evaporado la magia. Mi imagen no era la misma que recordaba del sueño. ¡Me cachis, mira que estaba guapa tan morenaza y con el ritmo recorriendo todas mis venas!–pensé con nostalgia de mi otro físico.

           –¡Ya lo creo! –le contesté–. Muchas gracias, Liliana, mejor un cafecito con unas gotas de ron.
Aunque…, disculpe mi indiscreción, ¿no se mezclaron sus ascendientes? ¿No existe un mestizaje biogenético entre sus antepasados? O... ¿tal vez,  algún propietario  de  la industria azucarera?
Eso sí lo explicaría todo, –me respondí, confiada, a mí misma.










sábado, 9 de marzo de 2019

Postal de otoño

Amanecía en tus ojos y a través de ellos se filtraba la luz de la ventana que no te gusta cerrar del todo al acostarte. Tenue. Es otoño y la claridad aparece cada día un poco más tarde. Te sigues vistiendo con tus colores favoritos, los cobres y rojizos de la tierra, y una extensa gama de marrones como el de las hojas caídas de los árboles. Te miro y parece que ni el tiempo ni la edad fueran contigo. Te oigo taconear por el pasillo y me sigues deslumbrando a pesar de los años y de tu nueva vida en solitario. Siempre he admirado esa fuerza tuya, imparable y digna de los más jóvenes. Por eso te sigo queriendo y te veo siempre como la mujer que conocí hace ya tantos años.
A pesar de que no leas mis postales ni las cartas que te envío, quiero que sepas que no te guardo ningún rencor y que te sigo codiciando. Imagino que tal vez hayas roto del todo con el pasado, nuestro común pasado... Pues no descubro mi rastro en casa, ni siquiera en el despacho. Tampoco, mis libros. Mi armario ropero está vacío. Aunque no te culpo por ello, sé lo difícil que resulta empezar una nueva vida casi cuando se acaba  la que tienes.
No te gustaría saber que te observo, que te sigo, e incluso te vigilo. Seguro que te enfadarías, pero comprende que me vuelvo loco sin poder comunicarme contigo.  Ya sabes cómo soy. Anhelo y ambiciono estar junto a ti y compartir el resto de tu vida.
Sé que no me perdonaste nunca, aunque yo sí te perdono que me prepararas cada noche un vaso de leche caliente con miel para aliviar mi neumonía. Que me lo llevaras a la cama y que me obligaras a tomarlo entero hasta la última gota, a pesar del mal sabor que yo creía fruto de la medicación. Exclusiva y atenta dedicación. Me sentía satisfecho. No dejaste ningún rastro. Te admiro.
Tuyo siempre, tu difunto marido.




viernes, 1 de marzo de 2019

Trampa


Me decidí a entrar en la casa al ver las llaves abandonadas en la cerradura de la puerta. Las reiteradas llamadas al timbre habían resultado infructuosas. Introduje el manojo de llaves en mi bolsillo para evitar sorpresas desagradables y cerré detrás de mí suavemente. No soy un ladrón, aunque algo de eso sentí en mi interior al cruzar el umbral, tan sigiloso.
Siempre me había gustado el aspecto alegre y desenfadado de mi joven vecina, Sara, aunque apenas la conociera. Tan solo unas palabras al cruzarnos por la calle. 
La llamé en voz alta. Nada.
Ahora la casa me corroboraba el buen gusto de su propietaria. ¿Se dedicaba al yoga? Su atlética complexión hacía que lo imaginase así. Me gustaba. Me deslicé por el salón tan blanco, que se hallaba desierto y en perfecto orden. Flotaba en el ambiente unas notas de un perfume,  que me  trajo a la memoria los momentos en que habíamos coincidido en el ascensor. Sobre la mesa de la cocina hallé un plato con restos de lo que había sido una ensalada.
Volví a llamarla. Sin respuesta.
Aquella otra puerta al final del pasillo era la de su dormitorio. Estaba entornada. La empujé un poco, despacio, como temiendo inmiscuirme más todavía en su privacidad, pero había de averiguar de una vez por todas qué pasaba. 
Y allí estaba ella, tumbada sobre la cama con un libro abierto entre sus manos.  
Quiero pensar que me estaba esperando, pues el gesto de aproximación que me hizo con sus dedos no daba lugar a equívocos.  No cruzamos palabra alguna.
Me desperté yo solo en su cama. Golpeaban la puerta, no entendí bien qué gritaban, aunque sí claramente la palabra “Policía”. Entonces me di cuenta de mi comprometida situación. ¿Dónde estaba mi atractiva vecina? 
Había desaparecido.
Me sentí como un ratón cazado en una maldita trampa.