miércoles, 9 de diciembre de 2020

Abismos de luz

 

Sé que vienes cada noche a visitarme. Pienso en ti y tú enseguida acudes y nos ponemos a charlar. Me dijiste que querías irte en tu casa, tranquilita en tu cama, con los tuyos, y así ha sido. Comparto contigo los paisajes de esta isla que tanto te gustan. Estoy mirando el mar y lo miro por ambas porque sé que tú lo disfrutarías. Y poca cosa más, sé que vives en mí, estoy convencida.

No sé a mí cómo me gustaría. Vivimos siempre de espaldas a la muerte como si no fuera con nosotros. Es un tabú hablar de ella. Mi amiga Montse me dijo el otro día que ella se irá a la tierra, que lo de la incineración no le mola: al cementerio como toda la vida, que tiene una cesión o concesión municipal gratuita. A saber de qué habla.

Yo no lo he pensado. Creo que a mí me gustaría volver a la tierra junto a un árbol, en forma de cenizas, claro está, y dar la vida, servir de nutriente a otros seres vivos. Y que mis nietas dijeran: “la yaya está en el huerto, debajo del algarrobo o del naranjo o de la higuera alimentando sus raíces y su savia. Le encantaba cocinar y ahí lo sigue haciendo”. Alquimia. Regresar a la naturaleza y formar parte de ella. Integrarse.

“Pero yo ya no soy yo, no tengo huerto, ni mi casa es ya mi casa…”

Las cenizas de mi querido primo Carlos reposan en las cercanías de Benimantell, bajo un gran pino. Allí pasamos una infancia de veraneos muy felices todos los primos juntos, asilvestrados totalmente entre bancales, fuentes y pinares. Creo que a mí me gustaría también descansar en la Aitana, mirando el Xortà, para recordar las historias que nos contaba mi padre de cuando era joven. Otro peliculero.

Mi amiga María Antonia paga desde hace tiempo un seguro que cubrirá los gastos de su muerte, así no será un lastre para su hijo. ¡Ay, estas madres tan previsoras, que los cuidan y se preocupan por ellos hasta más allá de la vida!

La muerte sigue siendo invisible en nuestra vida cotidiana, por eso debemos acabar con el tabú y hablar de ella. No hay que olvidar que la vida cansa y, llegado ese momento, la muerte aparece como única solución, nos ofrece ese deseado descanso.

Loren quiere que echen al mar sus cenizas, pero sin ceremonias ni barcas, él cerquita, en la orilla del Mónaco, en el Puerto de Sóller, donde hemos pasado la infancia de nuestros hijos y los veranos con amigos, de días y tardes inacabables. Mañanas de pesca y buceo con Michel, a veces, y con Antonio, siempre. No quiere algaradas ni pésames ni funerales, una cervecita en su memoria, o en su defecto, una copa de cava. Nada más.

–Loren, el Mediterráneo está muy contaminado, y tú todavía lo vas a empeorar –le digo yo.

–Chorradas, los peces acabarán rápido conmigo. Total, sólo seré un puñadito de ceniza. Entre tanta muerte dramática y sin sentido en nuestro mar, un poco de polvo de más no creo que le importe al ecosistema.

Yo no sueño con el último aliento, que espero, como todo el mundo, que sea indoloro e inodoro, lo de los colorines ya no me importa tanto –pero casi es preferible que los haya por la animación y la vida que comportan–, sino que fabulo con que una vez fallecidos, consigamos lo que no pudimos conseguir en vida. No sé si me explico, mi historia empezaría tras la muerte. Da igual que nuestros cuerpos reposen en el cementerio o en un columbario. Nuestros espíritus pajarearán invisibles entre los seres queridos, pero también se moverán con total autonomía, a su aire:

–Maria José, ¿dónde andas?, –aunque es un forma de saludo. No caminamos como podéis deducir.

–Estoy en Panes, me he venido a Asturias, al prado, demasiado calor en el Mediterráneo. Mis hijos continúan con la pesca y yo aquí estoy con ellos. –Nos reímos ambas de las ocurrencias, ni frío ni calor, ya ves, estamos más que muertas, lo siguiente, como decían nuestros hijos–. Pronto me iré con ellos a Bali, el viaje que no pude hacer en vida. ¿Recuerdas el miedo a volar que yo tenía? Qué susto el avión, Mari, no te creas, aunque esté muerta, me sigue imponiendo mucho respeto. Serán los recuerdos. Pero…, aunque ahora ya, ¡qué más da!

–Claro que me acuerdo, te ponías mala, malísima y te tenías que drogar. Por eso no venías a Mallorca. Pues no subas al avión, tonta, ve con el pensamiento, teletranspórtate, que es menos cansado.

–Es que me sabe mal dejarlos solos en esos aparatos tan tremendos. Ya sabes…, al final es una piedra con un motor.

–Tú misma, luego no te quejes de las alturas, de los mareos y del canguelo. ¡Jajajaja! –me río yo misma de mis tonterías, pues de todos es sabido que al no tener sentidos no podemos tener esas percepciones ni sensaciones.

–¿Y tú, Malén? 

--¡Uff, por fin he conseguido un apartamento en el mar! En la playa Muchavista. Estoy encantada, de okupa de lujo, veo cada mañana la salida del sol. Y no molesto para nada a los dueños, que apenas viven en la casa. Son ricos, ya te puedes imaginar, y tienen más residencias. Aunque también me muevo, no creas, pronto iremos mi hermana y yo a Ibiza. Y Lucrecia me espera para que vaya a conocer su cohousing en el Puig. Como ves, un sin parar.

–Oye, y ¿para cuándo la visita a los amigos de El Real de San Vicente? Recuerda las castañas y los increíbles colores rojizos del otoño. ¡No nos lo podemos perder!

–Pues cuando regreses de Indonesia, querida, vamos juntas, ya sabes que nos están esperando. Y se apunta Salud, que ahora anda por Elda, es un decir, claro, de andar nada, monada. También podemos aparecernos como fantasmas para Todos los Santos.

–Eso, nos disfrazamos con sábanas blancas. Eres tremenda, Malén.

La comunicación entre nosotras es inmediata, instantánea, sin palabras, telepática. Somos partículas risueñas, omnipresentes, clarividentes y ubicuas. Leemos y comprendemos –sin necesidad de fijar la vista– en un santiamén todos los libros y estamos siempre conectadas. Presente, pasado y futuro son conceptos fundidos.

Y el mundo de los entes es muy extenso y a gusto de todos. En él observaríamos diferentes categorías:

–Los no paste, desapegados, que están en todas partes y en ninguna. Vuelan, brillan, se esparcen  y se divierten mucho.

–Los paste, pegados, más aferrados a la vida que ya no viven y que siguen con las mismas ideas y costumbres que tenían antes de su muerte. Sienten nostalgia y hay que dejarles fluir para que se acomoden a su nuevo modo de ser o no ser y a su destino.

Y entre ambos un montón de subclases, pero eso ya lo explicaré con más detalle en otra ocasión.

¿Que cómo nos comunicamos con los seres vivos? No, eso no es posible. ¡Menuda pregunta más tonta! Eso sería una interferencia de planos y realidades. Imposible. La criptografía cuántica no lo permite.

Nosotros, por si no lo tenéis claro, como entes translúcidos, inmateriales e intelectualmente bien lúcidos, vivimos –es un decir– en el interior del corazón de nuestros seres queridos, pero no siempre, por favor, ¡menudo aburrimiento!, solo a ratos, cuando nos piensan y nos echan de menos.

Con ellos y gracias a ellos seguimos percibiendo lo que sienten. Menudo oxímoron me ha salido, por cierto.

No os preocupéis lo entenderéis todo perfectamente cuando lleguéis aquí. Este es un mundo fascinante.

En las noches despejadas, cuando el cielo parece que está más cerca, tanto que se pueden tocar las estrellas, ahí estamos nosotros, los entes mágicos, las pequeñas partículas iridiscentes, soñadoras, volátiles y risueñas; abismos de luz velando por el bien de todos vosotros: nuestros seres queridos.

Seguimos siendo polvo de estrellas.

jueves, 19 de noviembre de 2020

Mundo de sueños


                                                              El mundo de los sueños, 1876. Laura Epps


La luz que entra por la ventana de la sala se refleja blanquísima sobre el mandil y la cofia que lleva la niñera de la casa, pero ella no se despierta, está terriblemente cansada tras su jornada laboral.

Asear a las niñas, cepillarles el pelo, preparar la ropa, vestirlas y darles el desayuno. Atender a sus berrinches para que no molesten a sus padres mientras están en su estudio, recoger los juegos y sus ropas, acompañarlas en todo momento y cuidar también de la casa es estar todo el día ajetreada, sin parar ni un minuto. Lady Laura la quiere siempre bien dispuesta y arreglada, le regala trajes y adornos para que parezca una más de la familia. A los señores les gusta guardar las formas. Así que, en un momento de tranquilidad, cuando toda la familia al completo ha marchado a la calle de paseo y ella se ve liberada por un rato de sus fatigas, se sienta para leer un texto de la gran Biblia familiar ilustrada, porque ella es una persona de letras y, al poco, cae vencida por el sueño tras unos párpados pesados que no pueden competir con la fuerza de la gravedad. Su cuerpo, pleno de laxitud, se recuesta sobre el gran libro y el mundo de los sueños la abraza.

Sueña que está en una de las veladas artísticas e intelectuales que organiza su señora, pero no como niñera, sino como invitada. Es una bella dama que interpreta al piano una divertida cancioncilla popular reivindicativa. Y tal y como dice la letra de la tonada, ella no quiere ser esposa de nadie ni perder su apellido por el de su marido. Le gusta su nombre y está con él muy satisfecha: Iris Stansfield. Quiere ser concertista, ir al Conservatorio y estudiar Musicología en la universidad de Londres, que ha sido la primera del Reino Unido en admitir a mujeres, lejos del ambiente clasista y elitista de Oxford y Cambridge. Iris es sufragista, lo necesita tanto como el aire que respira. Aboga por la igualdad de las mujeres y los hombres. Quiere que, de una vez por todas, se reconozca la voz de ellas tanto como la de ellos. En un orden dominado por los hombres, el sufragio femenino es un derecho humano universal…Y mientras está en el mitin, soñando en un mundo más equitativo y mejor, oye a lo lejos unas voces infantiles que, conforme se aproximan, la van devolviendo a su triste realidad. Se despereza, se mira en el espejo y se recompone el cabello antes de que aparezcan. No importa cuándo, se anima esbozando una sonrisa, sabe que lo conseguirán.

Colores

 


Henry Ford Hospital. Frida Kahlo


El día era gris y opaco, las nubes del cielo de Detroit se aferraban a los tejados del paisaje industrial como una niebla cenicienta y espesa que impedía ver el cielo.

Así se sentía ella, asfixiada en un maldito cuerpo que le negaba lo que más ansiaba en la vida: tener un bebé fruto del amor y volar juntos a pintar de colores las nubes, el cielo, las flores y los pájaros.

Tomó una secreta decisión a la salida de la larga convalecencia hospitalaria tras el aborto y sus secuelas. Dejaría atrás la oscuridad, la sangre y las lágrimas. Toda una trayectoria de tragedia y enfermedad, de amor no correspondido de la manera que ella necesitaba. Ya bastaba de desgracia e infelicidad. Eliminaría su pasado y empezaría de nuevo. Lo importante era pensar en sí misma y en nadie más. Sabía que sería difícil llevar a cabo  su resolución, porque Diego era un volcán imparable que recorría todas las venas de su cuerpo independientemente de su voluntad, pero ya no podía soportarlo más. Ese fuego infiel la estaba destruyendo. En algún sitio había leído que algunas pasiones se podían sustituir por otras, especialmente si eran nocivas.

Supo hacerlo. Con la ayuda de unas buenas amigas se esfumó y desapareció en la noche, tras un largo viaje, hasta una pequeña aldea mexicana. Jamás se le ocurriría buscarla en un lugar tan alejado y remoto del círculo que frecuentaba.

La casa a donde se trasladó tenía un patio central con un pozo y un duraznero. Marcela era la dueña encargada de cuidarla. Los verdes y amarillos la rodeaban y podía respirar  de nuevo.

Allí se despojó de todo lo que le recordaba su pasado, empezando por su vestimenta y se mimetizó con el entorno. Su corazón había quedado hecho pedazos en aquel gris hospital y ya no lo quería. Necesitaba otro.

Primero fueron las lecturas y el reposo, bajo la atenta mirada de Marcela; después, algunas tareas culinarias entre las cacerolas de la cocina y, poco a poco, su cuerpo fue recuperando la vitalidad indispensable para salir de paseo y caminar entre los lugareños como una paisana más.

Estaba empezando a interesarse de nuevo por las pequeñas cosas: el vasito de mezcal, la emoción de la ranchera, un  pasaje de la mitología azteca o el simbolismo ancestral de catrinas y calacas. Y, por encima de todo, la importancia de quererse a sí misma. Dejó de verse siempre como una víctima y tomó las riendas de su nueva vida. No más rojo pasión ni sangre. La esperanza sería ahora de cualquier otro color.

Influida por el estudio de sus antepasados y las ideas de vindicación nacionalista, empezó a vestirse con largas faldas mexicanas, moños trenzados con cintas multicolores y abalorios precolombinos. Era su forma de rebelarse contra el destino. Sus fieles amigas le daban el apoyo que ella necesitaba para continuar siempre adelante. Volvió a coger los pinceles y, por fin, llenó sus obras de colores luminosos y brillantes.

De nuevo regresaron la luz, la vida y la magia.

 

lunes, 12 de octubre de 2020

Cosas que no te he dicho

 No me creo que ya no estés, amiga. Sigo hablando contigo y te miro

 en las fotos y no me hago a la idea de no verte más. No me has dado

 tiempo. Estoy tristísima y desconsolada. Espero que allá donde estés

 sepas que te echo muchísimo de menos.

Me pongo tu túnica de color calabaza, la que me regalaste por mi

 cumpleaños y nos vamos, Mari, a ver la exposición. Te encantará.

 En Deià, como en los viejos tiempos.

Volvemos a ser jóvenes en tu seiscientos por la carretera estrecha y llena de curvas. Qué mal conducías, por cierto, de joven y de mayor, hay cosas que al parecer no se aprenden nunca. Sin embargo tenías una especial habilidad para las manualidades. Tu despacho era una merecería con infinidad de cajoncitos, estantes y colgadores repletos de hilos, agujas, retales, lanas y objetos insospechados a los que yo no sabría darles ninguna utilidad. Y con la escritura, la fotografía y la informática, igual; se te dieron bien enseguida. Así que tal vez las habilidades y destrezas no se escojan, sino que ellas lo hacen con nosotros.

Siempre compartíamos películas, sueños y lecturas, eran nuestras otras vidas y también, los bailes en el Sant Germain, la disco vecina donde nos dejaban pasar porque no había nadie y así animábamos el ambiente. Tan jóvenes.

Ahora no podías leer ni caminar y, a temporadas, tampoco podías hablar.

Pero antes de todo esto habíamos compartido muchas cosas. Recuerdo aquel viaje a París que hice en solitario desde Mallorca, tu hijo Pablo era todavía un bebé. Allí vivíais entonces. Y los veranos que veníais todos aquí y los días se alargaban en la playa y Michel, atareado con todos los niños, les enseñaba a pescar en el muelle. Niños, meriendas y amigos.

Ocupamos nuestra vida con la vocación de enseñar e intentar que la escuela y nuestras clases fueran de otra manera, mejores. Nos hicimos blogueras y  eligieron tu proyecto escolar para un premio Espiral en Cataluña. Y nuestros chicos se hicieron hombres. Y seguíamos compartiendo risas, amistad y viajes. Te encantaba caminar y salir de excursión, ahora no podías. Eras una gran teatrera y aunque estuvieras jubilada, seguías disfrazándote para contarles cuentos a los peques el día del libro. Tu cole, además,  tenía nombre de cuento: Arbre blanc. Un nombre vapososo del color de tus cabellos. Siempre celebrabas la vida, siempre.

Querías irte sin sufrir, tranquilamente, sin que te alargaran la vida de manera artificial, en casa, con los tuyos. Y así ha sido.

Nos dejas solos con nuestras emociones.

Siempre estarás ahí y siempre seguiré soñándote, juntas.



lunes, 13 de abril de 2020

Y de regalo...un hada


Hacíamos cola para entrar en la tienda especializada en verduras y frutas de la isla. Íbamos todos armados de guantes y mascarilla. Solo diez clientes. Cuando sale uno entra otro. Yo me había quitado la chaqueta y la había dejado en el coche. La mascarilla me da mucho calor y me empaña las gafas. A mí me gusta esta tienda porque trabajan antiguas alumnas que me saludan por mi nombre y yo siempre les digo una tontería para quitar dramatismo a su trabajo y a nuestras vidas. Pues bien, no tenía suficientes brazos para todo lo que he ido cogiendo y, a la hora de pagar, me he dado cuenta de que el dinero estaba en un bolsillo de la chaqueta. He dejado la compra en un lado y les he dicho que enseguida traía lo que faltaba, que lo tenía en el coche. Y en el momento de salir por la puerta que comunicaba con el exterior, donde ya había una cola considerable, del interior de uno de los carros una voz conocida y atronadora ha gritado cuando me ha visto:
-¡Yayaaaaaaaaaa!!
Yo, qué no daba crédito detrás de mi mascarilla, he respondido al grito con un :
- ¡Hola, corazón, mi niña! ¡Cuántísimo tiempo sin verte, cariño, guapa!
He guardado las distancias establecidas por ley y no la he tocado, ni siquiera me he acercado demasiado, pero le he dicho a mi nieta de tres años:
-Te voy a dar un mordisquito cuando pueda. Y te contaré el cuento de Vega.
Ella se reía como una loca y me llamaba todo el rato. Ha sucedido muy rápido.No he llorado, cosa rara en mí, porque la sorpresa y la alegría han sido superiores a la emoción y a la llantina.
Hoy, sin duda, ha sido el día más feliz y mágico de mi cuarentena.

A todas las abuelas, alejadas forzosamente de la alegría de sus niet@s

Siempre atareada


María Antonia no necesitaba que la luna llena, causante de sus insomnios,
brillara en el firmamento. Cada vez que pasaba la noche en vela, se levantaba como
una autómata, cogía la escoba y barría todo aquello de la vida que le disgustaba:
palabras, silencios y miradas. También políticos, muchos políticos que la enojaban.
Al acabar, si todo iba bien, la casa quedaba limpia como una patena,
vigilaba que no les faltara nada a sus mascotas, volvía rendida a la cama y soñaba. 
Cuando ni con esas podía dormir, porque el sueño no aparecía,
y su mente seguía deambulando por la consulta de enfermería del CAP
donde trabajaba, tantos problemas ahora con el coronavirus, regresaba a la cocina,
su gran reino destronado, y buscaba, en libros de recetas  antiguas,
platos que nunca hacía y preparaba suculencias, que al día siguiente regalaría a su hijo
y a los vecinos que no salían de casa desde el confinamiento.
A la Siseta, además de la compra que le hacía casi a diario, le llevaría un táper
de albóndigas. Estaba tan sola con la hija lejos. Y al Pere, el viejecito del segundo,
que desde que su mujer estaba ingresada se le veía muy desmejorado,
unas croquetas blanditas que pudiera comerlas aún sin dientes.
A su hijo, que vivía lejos, en Montbau, un fricandó, que tanto le gustaba.
Tendría que venir a  buscar la fiambrera de camino a su trabajo.
Él llamaba al timbre del portal y ella la colocaba  en el ascensor.
Ni un beso ni un abrazo. Desde que se había iniciado la pandemia,
sólo desde el balcón se los mandaban. 
Su vida, entre pacientes y vecinos, siempre, siempre, atareada.


 A mi amiga María Antonia Plaza, auténtica heroína



jueves, 6 de febrero de 2020

Un grito fuera de juego



Esperábamos todos en el centro médico que se abrieran las consultas. La administrativa nos había remitido a la sala de espera. Eran las 8,30 de la mañana. Mi vecina empezó a darme palique para amenizar el rato.  Yo, que iba en ayunas por una analítica, le aseguré que no me saldrían las palabras hasta que no tomara mi café de costumbre. Ella siguió insistiendo dale que te pego. Habrían transcurrido cinco minutos desde que esperábamos cuando un paciente se puso a gritar exaltado:

–¿Es que aquí nadie trabaja? Los horarios están para cumplirse. No puede ser.
Se hizo un silencio vergonzoso causado por el arrebato del que pensé para mí, militar amargado, acostumbrado a dar voces fuera y dentro de su casa.
La recepcionista, interpelada, le contestó que se lo dijera al médico cuando llegara.
El resto de pacientes nos miramos atónitos y molestos y entonces mi vecina, que  a estas alturas del relato ya me había informado de su viudedad y de todas sus enfermedades, dijo en voz alta y muy educadamente, al tiempo que lanzaba un suspiro:
–¡Que malo es hacerse viejo!
Cuando vimos que el energúmeno impaciente pasaba el primero, nos miramos los restantes pensando que, a lo peor, le hacían un poquito de daño cuando le clavaran la aguja.





domingo, 5 de enero de 2020

Gran juguete



Era demasiado grande como juguete erótico y su diseño, muy similar a las antiguas lavadoras de carga frontal. No estaba convencida, aunque me aseguraban que me sería fiel toda la vida y que cada una de las células de mi cuerpo me lo agradecería. Me dejé de pamplinas y acepté la prueba sin compromiso. Nada más acomodarme en su interior, mi cuerpo estalló en mil fuegos artificiales. La música la pusieron los vendedores, cuando sin poder articular palabra, me decidí por ella.