relatos cortos



Aquí incluyo diferentes tipos de escritos por su tamaño, aunque algunos como el de Maru, no sean relatos, sino que son tan reales como la vida misma.


Maestra de profesión



Para Maru:

"De pequeña me leí un libro de mayores que contaba
que podías comerte la vida a cucharadas".

Del libro “Recetas de lluvia y azúcar”

Eva Manzano

Llegaste hace unos años y empezaste a practicar el arte de la cocina dulce, la repostería con tus alumnos.  Siempre he pensado que la educación y más en concreto -nuestra profesión de maestra- se parece mucho al arte de cocinar un buen pastel. Tenemos los ingredientes de primera calidad, los alumnos y alumnas, que con un poco de magia, de arte y de ayuda de todos lograremos un buen resultado. La inquietud, y la ilusión por aprender será la clave, la levadura, el fermento que hará que la masa, la educación, se eleve esponjosa y suave.
La batidora, la mano del maestro y de los padres, es fundamental, para que el resultado sea óptimo. La guinda del pastel  al acabar este largo proceso, se la colocan ellos mismos, que seguirán sus propios derroteros.
La escuela es la primera enseñanza para la vida y en nuestra mano está que pueda ser dulce y agradable, o que al contrario sea amarga e incomestible. De ahí que entre todos consigamos que aunque  “la vida no es cap joc, però jugant s’apren a viure i conviure”
Tú, Maru, has sido una repostera de primer orden que has sabido ilusionar a tus alumnos con proyectos e ideas nuevos y diferentes. Una buena cabezona que ha conseguido entusiasmar hasta a los más pasotas.
Todos tus compañeros te apreciamos y te queremos más que tus alumnos, porque siempre te hemos tenido ahí, junto a nosotros con tus risas y una palabra amable.
Por eso, no nos despedimos todavía, queremos que sigas formando parte de nuestras vidas y queremos seguir viendo como tu sonrisa ilumina nuestras mañanas.


           
                                 
                                   “Una gran artista”    

                                                                                  

           Mi abuela Lola, como la llamaba todo el mundo,  vivía sola, en una gran casa del centro del pueblo. A diferencia de las abuelas de mis amigos, era todo un personaje, que nunca vestía de negro.

 -¡Bastantes duelos y lutos tuvimos tras la guerra!

 La guerra, la maldita guerra, se había llevado a su marido y a sus hermanos, que lucharon  con la parte perdedora. Toda su vida se había dedicado a llorarlos, hasta que un buen día decidió que ya había habido bastante tristeza en su vida y la cambió por completo. Sus ojos se habían secado y, ahora, hablaba con las flores y animales, observaba las estrellas y las nubes, vestía de colorines y era una persona muy alegre y feliz.

Mis padres creían que a sus setenta y tantos años estaba perdiendo el poco juicio que le quedaba. Entre ellos les oía comentar que le faltaba un aire. Por eso, tras salir de la escuela, me iba a su casa para estar con ella  y hacerle compañía. Y ya me quedaba allí el resto de la jornada. Mis padres, a pesar de mi corta edad, permanecían así más tranquilos.

Aunque a mí no me parecía que se le fuera el aire, ni que se estuviera volviendo loca; al contrario, mi abuela, en realidad, estaba recobrando el aire de hacer todo aquello que le venía en gana y que le había estado prohibido a lo largo de su vida.

Me encantaba estar con ella porque me preparaba cacao calentito y me hacía arrumacos. Me consolaba cuando volvía triste y me alegraba, si yo no lo estaba, porque no me hubiera ido bien el día. Aprendía de ella más que en las lecciones de la enciclopedia escolar.  Todos los tintineos de su brazo lleno de pulseras la acompañaban y anunciaban su llegada. Cantaba sentada ante el piano de la sala, me enseñaba a bailar y andaba de un lado a otro de la casa recitando poesías que había aprendido cuando era joven e iba a la escuela.

 –No sé qué os enseñan ahora.
En su casa, la televisión, en blanco y negro, siempre permanecía encendida, aunque nadie se sentara a mirarla.
 -Me hace compañía -era el risueño soniquete que repetía continuamente.
Lo que más me gustaba de ella era su capacidad de improvisación para entretenerme y divertirnos. Subía al desván, y, de los baúles de épocas pasadas que allí había, sacaba ropas y abalorios. Mi abuela se disfrazaba como en sus mejores años, se maquillaba como una jovenzuela y me hacía representaciones que yo iba siguiendo con dificultad en aquellos textos dramáticos, tan viejos y gastados por el tiempo. Se transformaba ante mis desorbitados ojos, y un día era una gran diva, otros, una humilde florista, a veces una matriarca implacable y otras, una mendiga. Siempre me sorprendía con su trabajado repertorio. Leía y releía hasta que se aprendía de memoria todos sus papeles.
Yo la aplaudía entusiasmada. Era el juego que más me gustaba. Y la acompañaba al piano con unas breves notas y acordes que me había ido enseñando. Al final, nos reíamos sin poder parar. Por fin veía cumplido el sueño de toda su vida, según me confesaría más adelante: ser artista de vodevil.
Si hacía buen tiempo, no había función. Salíamos a la parte trasera de la casa, donde estaban los gallineros, el patio y el jardín. Allí ronroneaban los viejos gatos despanzurrados al sol y me iba enseñando el nombre de todas las plantas de su herbolario, con un viejo libro que me hacía leer al contemplarlas, el Dioscórides se llamaba. Yo leía, pero me costaba mucho entender aquel antiguo lenguaje. Así que ella me las mostraba y me narraba sus mágicas propiedades.
Esta es mi farmacia. Cuando seas mayor te alegrarás
 No le replicaba. ¿Y por qué me iba  a alegrar? La dejaba hacer y abría mis oídos a su sabiduría natural. Me parecía una hechicera y una maga. Con sus plantas me preparaba tisanas cuando me resfriaba, o tenía tos, o mis miembros estaban débiles. De ella aprendí todas esas palabras de nombres tan extraños y que ahora, tras el paso de los años, me son tan familiares y queridas: la salvia, el diente de león, el tomillo, el cantueso, el espliego, la manzanilla y el romero.
Animaba a las plantas de manzanilla:
-Ya se acerca San Juan y tenéis que florecer.
Y seguía hablando ella sola, en un revoltillo de dichos y refranes:
 -Quién va al monte y coge romero florido, al año tiene marido. Coge, Carmela, coge.
-Flor sin olor, le falta lo mejor.
-Entre flores y primores se esconden los pensamientos traidores.
Así, mientras canturreaba sus letanías florales, y los gatos se nos acaramelaban a nuestras piernas, íbamos  haciendo primorosos ramitos que colgaba boca abajo de una viga de la cocina, para que se secasen y la savia iniciase su correcta trayectoria.
La noche de San Juan y al grito de “tira al Juanillo por el patinillo, tira a tu hermana por la ventana” preparábamos una hoguera con los trastos viejos, en el patio de atrás. Con ropas ajadas y trapos usados moldeaba y daba forma a Juanillo al que incinerábamos en lo alto de la pila y bailábamos alrededor del fuego, dando vueltas y más vueltas, como auténticas  brujas y posesas.
Cuando el verano se instalaba definitivamente entre nosotros, sacábamos por la noche las hamacas al jardín y juntas contemplábamos las constelaciones. Entonces me contaba historias de tormentas, de mares enfurecidos, navíos  y marinos desorientados, que se guiaban por la estrella más brillante, la Polar. Y me hablaba de Casiopea y del rey de Etiopía y de Andrómeda…
Me decía que todos sus muertos estaban allá arriba, en el cielo, formando la constelación de los Vigías, que velaban por nosotras, y que ella también se iría allí, con sus seres queridos, cuando falleciese, y que yo me asomaría a verla y me mandaría preciosas estrellas fugaces de regalo. Entonces, y solo entonces, empezaba a cantarme antiguas canciones de la guerra, que hablaban de  libertad,  para que yo no me sintiese triste. Me sabía como un loro el estribillo de la canción de mi nombre: “rumba, la rumba, la rumba, la” y la acompañaba.
-¡Vuela, Carmela, vuela!
Pasaron los años. Crecí y me convertí en una jovencita. Mi abuela Lola murió, dejándome un gran vacío en mi interior. La quería como solo se  pude querer a un ser extraordinario con quien se han vivido los mejores años de la infancia.
Ahora, desde la distancia que otorga el tiempo, entiendo al fin por qué me iba a alegrar de los conocimientos que compartía conmigo. Mi abuela Lola me inoculó el ansia de conocer, de leer, de querer comprender. Y eso siempre ha permanecido formando parte de mí.
Las noches de verano, cuando veo brillar una estrella en la bóveda celeste, sé que es ella, que me hace guiños y me sonríe:
 -¡Vuela, Carmela, vuela!

La vendedora de sueños

Soñaba tanto y tanto cuando dormía, que le sobraban los sueños. No solo recordaba hasta los más pequeños detalles al levantarse cada mañana, sino que en ellos, además, hacía todo aquello que no se había atrevido  a realizar a lo largo de su vida.
En ellos, Montserrat se enfadaba con los hombres que la habían ido abandonando tras compartir con ella preciosos y delicados momentos, e incluso les tiraba los trastos a la cabeza, cuando en realidad jamás se había disgustado con ninguno. Siempre había sufrido en soledad sus desengaños. Había tenido tres maridos. Y ahora ya no quería más.
Un buen día decidió empaquetar y prestar sus sueños: -“con la sabiduría que ahora poseo, mis sueños fotográficos pueden ser útiles a las personas que sean tan inocentes como yo lo era”.
Montó una tienda llena de vivos colores. Había sueños de amor, de boda, de enfados, de partos y risas, de ilusión y desamor. Algunos de reconciliación, y otros, sencillamente, representaban pequeños momentos mágicos y felices. Los colores variaban en las repisas según los sentimientos que representaran cada uno de ellos.
Su establecimiento parecía una especie de solucionario sentimental, donde gratuitamente ofrecía sus experiencias a las personas que por allí se acercaran.
Pequeñas cajitas de todas formas, colores y tamaños rebosaban de las estanterías.
El sonido de la campanilla de la puerta anunciaba siempre la entrada de una persona necesitada.
-¿En qué le puedo ayudar?
-Necesito una buena dosis de confianza.
-En este lo encontrará. Cuando se vaya a dormir, colóquelo bajo su almohada.
Cogía el paquete, bien embalado de sueño, lo ataba con una cinta de colores y se lo entregaba a la persona que lo precisara. Esta lo devolvía una vez conseguido su objetivo.
Un día entró un individuo que por su aspecto parecía tenerlo todo.
-¿Qué le puedo ofrecer?
-Quiero un sueño irrealizable, nunca he tenido uno.
Montserrat frunció el ceño, dubitativa, nunca le habían pedido nada igual…
-Quimeras y sueños irrealizables siempre  tenemos todos –pensaba. No, creo que no le voy a poder ayudar.
Entonces cayó en la cuenta de lo que aquel confundido señor necesitaba. –Un momento. Déjeme pensar… Se dio la vuelta y revolvió en las estanterías hasta que la encontró.
Sonrió para sus adentros, le entregó una caja  con mucho cuidado y amor y le dijo:
-Sople sobre ella por la noche, junto a su almohada, para que le invada rápidamente todo lo que en ella habita. Verá que pronto se satisfarán sus deseos.
El señor se despidió agradecido, mientras en la cara de Montserrat se dibujó una sonrisa de satisfacción, le había prestado a su compañera inseparable. Sabía de antemano, que no le defraudaría. La etiqueta de la pequeña caja resumía: “Ilusión por la vida”


                                



Mi amiga Carmen

                                 

Se llama Carmen. La conocí en la facultad de filosofía. Aunque era algo mayor que yo compartíamos curso, optativas e inquietudes. Desde el primer momento en que la vi admiré el empuje y  la fuerza vital con que arrasaba todo.
Siempre andaba demasiado ocupada. Tenía prisa: las clases, los niños, la ropa y la compra. No había podido estudiar al finalizar el bachillerato. Una boda rápida y una incipiente maternidad la retuvieron en casa. A su marido no le parecía bien que estudiara, no lo necesitaba para nada, él era el único que se ocupaba del sostén económico de la familia, “como debía ser”, apostillaba. Pero Carmen sentía la inquietud del conocimiento clavada en el fondo de su alma. Quería progresar y no quedar reducida a permanecer siempre en casa. Cuando los niños comenzaron su etapa escolar, se matriculó a pesar de la oposición de su marido.
En ese momento se iniciaron sus problemas. Él no quería una aspirante a profesora en su hogar, sino una abnegada esposa y ama de casa, que le tuviera bien planchadas las camisas, el piso en orden, los niños bien atendidos y la cena dispuesta cuando él llegara. No exigía nada más.
Continuas carreras entre el colegio de los chicos y la facultad, la compra y el médico, las actividades extraescolares y las obligaciones impuestas por su condición de madre y el día a día, impedían que pudiera asistir a todas las clases. Por eso, cuando lo hacía, se sentía la mujer más feliz del mundo. Sorbía las palabras de los profesores como una esponja. Ávida de saber. Tenía prisa por aprender y, siempre, poco tiempo. No le importaban los excesivos trabajos, ni las tareas de investigación suplementarias. Se desconectaba de sus labores domésticas y daba rienda suelta a sus inquietudes y afán por el estudio.
Yo no podía entender cómo ese torbellino de mujer podía hacerlo todo. Le prestaba los apuntes y le explicaba el temario, cuando ella se ausentaba. Jamás podíamos estudiar en su casa. Era el territorio sagrado que no podía ser vulnerado con el cultivo de la sabiduría. Su marido seguía sin admitirlo.
Sus breves confidencias me hicieron comprender que no lo pasaba bien. Al contrario, mantenía sus dos vidas separadas, como si de un desdoblamiento virtual se tratara. No contaba con el apoyo del marido y no tenía más familia que la que ella había formado.
La admiraba. Me parecía una heroína, que atada de pies y manos lograba mejores notas que yo, que solo me dedicaba al estudio. Por eso me volqué en ayudarla. Carmen me inspiraba sentimientos contradictorios: por un lado quería sacudirla y liberarla de la carga que llevaba pegada al cuerpo como una losa; por otro, quería abrazarla y decirle  que no se preocupara por nada, que lograría finalizar sus estudios y ser una licenciada. Deseaba verla libre de sus ataduras y volar por lejanos cielos de dulce sabiduría. Ella se lo merecía.
Primero fueron los correosos cardenales en las extremidades. “Solo son golpes contra los muebles”, se excusaba. “Ando algo mareada últimamente”.
Sentía que no quería hablar de ello y que enseguida se alejaba. Más tarde apareció con un brazo en cabestrillo. “Una caída tonta por las escaleras, me tropecé cuando bajaba”.
Yo nunca sospeché nada, ella nunca me contó qué le pasaba. Al contrario, nos preocupábamos por estudiar y mejorar los resultados. El curso estaba en su recta final y queríamos llegar bien preparadas.
Un día me telefoneó para decirme que no podría acudir a clase, que estaba enferma, pero que no me preocupara. Yo le dije que tomaría los apuntes hasta que ella estuviera del todo recuperada.
Pasaron los días y Carmen no aparecía. Tampoco se presentó a los exámenes. La llamaba a su casa y no me contestaban. En el teléfono móvil una voz grabada me decía que el usuario no se encontraba disponible.
Una tarde me decidí a visitarla y me presenté en su casa. Me abrió el marido. Los niños estaban con los abuelos paternos. Carmen, ingresada. Con gesto abatido me dijo: “se cayó de la escalera, cuando descolgaba las cortinas. Es muy grave, mejor que no vayas. No reconoce a nadie, está en la UCI.”
No lo dudé ni un momento,  dirigí mis pasos hacia el hospital y pregunté por ella:
-¡Pobrecilla! En este momento no puedes entrar, tendrás que esperar al horario de visitas. Presenta traumatismo craneoencefálico. Aún no ha despertado del coma profundo.
No me lo podía creer, ella no. Siempre había odiado las escaleras, juró que nunca volvería a subir a ellas. Además, me llamó para decirme que no se encontraba bien. Las ideas acudían a mi mente como en un torbellino, aceleradas. Mi corazón se desbocaba. Sentía rabia e impotencia y lo peor de todo, en mi interior estaba naciendo una idea siniestra. Lo veía claro: es él, los moratones y golpes. Las mentiras y excusas. Todo encaja.
Cuando al fin pude pasar a verla no la reconocí. La persona que estaba en la cama, entubada y con la respiración asistida, no era ella. Su cara estaba hinchada y amoratada, los tubos salían de unos lánguidos brazos y todo su cuerpo me transmitió una sensación de pequeñez y desvalimiento que no se correspondían con la Carmen que yo conocía. Las lágrimas me salían a borbotones, imparables. No, aquella no podía ser mi amiga, me la habían robado y en su lugar habían dejado aquel cuerpo conectado a los monitores. La tomé de la mano y sin parar de llorar y sin necesidad de  hablar, le confesé:
No te preocupes, amiga, saldrás de esta porque puedes con todo. Siempre ha sido así. Eres fuerte, una diosa, alegre y decidida, mereces obligatoriamente ser feliz. Y ahora voy a hacer por ti lo que tendrías que haber hecho tú, hace ya tiempo. La verdad saldrá a la luz y podrás brillar radiante y continuar tu camino. Atrás se quedarán los miedos. Seguirás siendo tú misma, Carmen, mi amiga…



Sueños de Cine





Pasábamos el verano en un pequeño pueblo de las montañas de la provincia. Corrían los años sesenta  y el único espectáculo que había y al que podíamos asistir los niños de la familia era a la sesión doble continua del cine Rialto. Yo era la más pequeña y mis hermanos, aunque a empellones, habían de cargar conmigo. Siempre, eso sí, a la primera sesión. La de la noche estaba destinada a los adultos.

Bien pertrechados con nuestras gaseosas y  la merienda preparada en una bolsa, acudíamos emocionados al cine, a pasar las tardes de los domingos.

A la entrada, junto a la taquilla, unos grandes carteles dibujados a color con las caras de los protagonistas nos anunciaban la magia que nos estaba esperando: el oeste americano, el desierto de Arabia, la estepa rusa o los monstruos gigantescos de un viaje submarino. Y allí, mientras hacíamos la cola, se iniciaba mi fascinación al contemplarlos. Ese era el anticipo.

Ya en el interior nos recibía una gran sala de gigantesca pantalla, repleta de incómodos asientos de madera abatibles que, por supuesto, nos pasaban desapercibidos. Las primeras filas sólo poseían bancos corridos sin respaldo, por lo que siempre urgía llegar bien pronto para coger un buen sitio.

Las películas eran lo de menos a nuestra corta edad. Lo verdaderamente importante era la ventana que se abría ante nosotros cuando la sala se oscurecía. Y empezaba la aventura y nos sumergíamos en otros mundos.

Veíamos maravillados vidas de lujo, paisajes lejanos, realidades que nada tenían que ver con la nuestra, soldados que batallaban en grandes guerras,  tiroteos y persecuciones a galope de caballos, bailes y escenas de amor y  múltiples situaciones tan diferentes, que nos hacían perder, con los ojos bien abiertos como platos, y durante unas horas, cualquier contacto con la realidad.
Los bellos galanes y hermosas mujeres de la  pantalla me hacían soñar y sentirme uno de ellos, mi cuerpo bailaba al compás de las bandas sonoras. Entre música y bailes,  mis hermanos se olvidaban de mí  y volvían a casa.
Mi padre, ya acostumbrado, me recogía del asiento con sus fuertes brazos, mientras yo seguía soñando:
 -¡Vamos, Lilí, ya es hora de irse a la cama!
La sesión de cine continuaba.


Crónicas del verano mallorquín

Las que tenemos la dicha de vivir en la isla de “la Calma” y decidimos reposar durante el verano, descansar, leer,  y vivir ajenos a la invasión turística, en la medida de nuestras posibilidades, nos damos cuenta de que a pesar de nuestros denodados esfuerzos, tal idea es inverosímil.
            Se inicia el largo goteo de familiares y amistades  bajo la consigna común de “ya que vais a estar ahí… aprovechamos para visitaros”.

Y comienza nuestra larga agonía y las visitas se van instalando en nuestra casa. Eso sí, sucesivamente y no todos de golpe. Es entonces cuando pensamos que somos demasiado buenas, por no decir tontas. Claro que nos regocijamos de verlas pero…
La cuñada y sus dos hijos adolescentes que, como están de vacaciones suponen que tú no, porque estás en tu casa y cada día se levantan preguntando antes siquiera de tomar el desayuno: -¿qué planes hay para hoy? Y tú, como buena boba que eres, ¡hala! a organizar excursiones, comidas, paseos y salidas a calas atestadas de turistas… Y te conviertes cada día en la esclava que satisface hasta el mínimo de sus deseos y además, a su ritmo. Así, hasta que te das cuenta de que se te están acabando las ganas y deseos vacacionales. Y ya empiezas a añorar la vuelta al trabajo, tan relajado.
Pero cuando aún no te has repuesto del anterior estrés, llega la eterna amistad apática y sin iniciativas, a la que le va bien cualquier cosa que hagas, hasta el hecho de no hacer nada y que liquida tu paciencia y se convierte en tu sombra, instalada también ¿cómo no? en tu casa.
Todas estas agradables visitas implican, además, el hecho de introducirse en ese microcosmos imparable llamado aeropuerto, donde la realidad es inaudita e incomprensible. Gran circo repleto de tribus urbanas, grupos y hordas de turistas procedentes de todos los rincones del planeta, constantemente en movimiento. Unos se van rojos como tomates, otros llegan cargados con las más estrafalarias indumentarias: hombres vestidos con tutú como las bailarinas, otros con el gorro, las gafas y en slip de natación se pasean impunemente por el escaparate. Y tú, ahí parada, diciéndote, pero ¿esto qué es? ¿Qué pecado he de expiar? Yo sólo quería descansar y tumbarme a la bartola con mi libro y te sientes un ser de otro planeta. Realmente no entiendes nada. Es entonces cuando decides no pasar ni un verano más en tu querida isla, coger el portante y largarte, al Norte. Lejos, muy lejos.



“Cómo se pasa la vida…”

Mientras el coche la lanzaba por los aires, las imágenes de toda una vida pasaron por su cabeza en unos breves segundos. Le dio tiempo a creer que igual ya no la contaría más. Notó una angustia atrapada en su interior y vio a sus padres cuando ella era una niña. Creyó que se reuniría pronto con ellos. Pensó que no llegaría a la hora acordada para ir a la playa y sus amigas se quedarían esperándola. A ella no le gustaba retrasarse. “Me mato, me mato, de esta no salgo”.
Después el aterrizaje, el golpe, el dolor con la cara pegada al asfalto, sin tiempo para reaccionar, ni parar de alguna manera el impacto. La moto quedó tirada, retorcida, pero ella en aquel momento se encontraba entera. Pensaba, estaba consciente, sentía su cuerpo dolorido y no había visto el túnel. Aún no era el momento. Por fortuna ningún otro coche le pasó por encima. Pronto vinieron a socorrerla los ocupantes del vehículo que tan ágilmente había sobrevolado y la llevaron a la Cruz roja.
La recuperación del brazo roto y la cara fue lenta, muy lenta. Los días se hacían eternos,  apenas podía moverse, ni salir de casa. Tenía la cara desfigurada.
Tras aquel accidente, se sucedieron los años veloces como un soplido. Recordaba aquellos momentos en los que el tiempo se queda congelado, prisionero de recuerdos, momentos felices que pasan vertiginosos, y los horribles, que su mente había desechado para no se instalaran en ella.
Desde la distancia, le parecía que la vida había pasado muy rápida, tanto que, apenas había tenido tiempo de aprehenderla y ya huía, resuelta, de ella. 
                                                                                            Malén