jueves, 27 de junio de 2019

Álbum de recuerdos


Hay que recuperar las viejas historias y las viejas fotografías. Esta es antigua y, a la vez  novedosa, merece la pena. Nos nutrimos de ellas. Son nuestra vida.
La he rescatado del cajón de la mesa de trabajo de mi difunto padre. Acumulaba mucho polvo. Ya es hora de que salga a la luz.

                                     
George era un joven apuesto, esbelto y de muy buena presencia. Tan joven que tenía toda la vida por estrenar. Su amigo, un hombre curtido, veinte años más. Se apreciaban. La Segunda Guerra y el azar los había unido fuertemente. Ambos eran británicos y habían defendido a Inglaterra del avance del nazismo. Al poco de acabada la guerra, lo invitó a su casa, en el campo, para que conociera a su familia.
Nuestro protagonista todavía no sabía qué era el amor, pero Nora, la mujer de su amigo, sí. Sucumbió fascinado a su embrujo. Ella era una persona insatisfecha a pesar de su matrimonio y sus dos hijas. Ser ama de casa y madre no la colmaba, le quitaba aire, la asfixiaba. Necesitaba más, tenía inquietudes. Era poeta. Cuando terminó la guerra se acabó el trabajo de ayuda fuera de casa. Regresó su marido, Robert, tan rústico, y se instaló la rutina diaria.
Nora sabía de otros placeres y otros mundos porque la literatura le apasionaba. Se miró en los ojos de aquel joven y se gustó. Nadó en sus pupilas sin ahogarse. Podía respirar.
El condado de Cumbria, al  Noroeste de Inglaterra, no era el mejor lugar del mundo para las aventuras extramatrimoniales de un ama de casa descontenta, ni Abbeytown, con sus escasos habitantes tras la contienda, la mejor localidad para soñar. Cerca de la frontera con Escocia y con la región Nordeste de Inglaterra y de la costa del mar de Irlanda, solo podía fantasear con viejas historias de princesas y prisiones en castillos ruinosos y de barcos vikingos a bordo de los cuales poder cruzar el Mar del Norte. Viajar. Huir.
Sus ganas de cambio y de escapar de su pequeña realidad la lanzaron a los brazos del amigo de su marido.  Como George no bebía y no acudía al pub cada tarde, se quedaba en casa solo, ayudando en la cosecha, mientras Robert se tomaba unas pintas.
Y esos fueron los momentos en que Nora le enseñó todo lo que él debía aprender.
Tras finalizar su estancia, George regresó a Londres. Empezó a trabajar, se independizó de sus padres y el tiempo hizo lo demás. Se distanciaron. No solo les separaban físicamente cientos de kilómetros, sino que George estaba muy lejos de la hija que Nora aseguraba que era suya. Él tenía ya su  familia. La niña podía ser de Robert.
Las hijas de Nora crecieron, pero la pequeña Mary era muy diferente físicamente de sus hermanas mayores. Su madre nunca le comentó su temor.
Por su parte, el hijo de Joseph, Stephen, creció como hijo único, estudió, trabajó y formó también su propia familia.
Y cuál no sería su sorpresa, ya jubilado felizmente, cuando hace poco, como en un cuento de hadas, o por arte de magia, lo descubre su hermana Mary, ya anciana, a través de un análisis de ADN. En él se afirmaba que compartían un mismo padre. Ella estuvo estudiando su árbol genético hasta dar con su medio hermano. 
Él se quedó más que estupefacto con la noticia. Desconocía su existencia.
Mary le explicó la historia que había descubierto y juntos fueron atando cabos. Ella quería saberlo todo. Conocer quién era su hermano y quién había sido su padre biológico. Tal vez algo obsesionada y angustiada, porque temía llegar al final de su vida sin comprender quién era ella realmente. Juntos miraron los viejos álbumes de fotografías familiares.  De sus dos familias y compartieron todas las historias.
Ahora, siente que se han completado sus raíces, se ha cerrado el círculo y ya puede descansar tranquila, podrá atesorar sus recuerdos. Se siente, finalmente, feliz.

Para mi amigo Stephen Foster, que me contó esta historia real y maravillosa. 



martes, 4 de junio de 2019

Una persona muy especial




Había una vez... Un pequeño pueblo llamado Jesús Pobre que tenía una pequeña escuela, pero no tenía maestra. Duraban poco las que mandaba el ministerio, pues habían de hacer cosas importantes en otros lugares más grandes, además allí se aburrían.
Un buen día llegó una joven maestra de cabellos rojos muy cargada con sus repletas maletas y baúles.

Le gustaron mucho la montaña, el cielo, las estrellas, el mar cercano y los niños. Sobre todo, los niños.
–"Aquí seré feliz" –aseguró convencida– y se quedó a vivir en el pueblo muy, pero que muy contenta. Sacó, de sus bolsas tan llenas, montones de cosas extrañas como poesías, sonrisas, pinturas, ilusiones, cuentos, música, buenas palabras y deseos. Toneladas de abrazos. Y empezó a repartir a troche y moche.
Pintó de colorines la escoleta y sembró muchas flores y un huerto. Pronto creció un campo de deportes y de juegos, una estación meteorológica, un corral para los animales y un laboratorio de idiomas. Todos los niños estaban muy felices y se lo pasaban requetebién aprendiendo.
Si hacía mucho calor se sentaban a la sombra de los árboles, cantaban y dejaban volar su imaginación hasta que los pájaros se aprendían de memoria las tablas de multiplicar. 
Con ella era muy fácil saberse los países, ríos y cordilleras, mares y océanos porque los continentes de los mapas cobraban vida cuando  los tocaba con sus manos. 
Si llovía abrían paraguas de colores y formaban casitas como los esquimales y sin darse cuenta aprendían el nombre de las estrellas que no se fugaban. Los graves problemas matemáticos se resolvían jugando a la rayuela o al escondite, que eran juegos muy difíciles.  
Así, entre nubes, cuentos, música y magia fueron pasando los días y los años. Los niños y las niñas se hicieron hombres y mujeres.
–"Ya va siendo hora de marcharme –les dijo la maestra–. Es tarde y he de seguir mi camino. Aquí ya no me necesitáis". 
El tiempo se había encargado de pintar de blanco sus rojos cabellos. Recogió sus bártulos cargados ahora de muchas risas y abrazos.
Los niños hicieron una gran fiesta de despedida en el patio, donde la magia se apoderó de todos los presentes que jugaron y bailaron hasta que ya no pudieron más.
El viento repetía las voces de los niños: 
¡Hasta siempre Tica! Nunca te olvidaremos


Ilustraciones de Mata Montañá y Tanja Stephani