domingo, 10 de diciembre de 2017

IN MEMORIAM




Querido Carlos, nunca nos hubiéramos imaginado que esa maldita y perversa enfermedad te arrancara la vida tan pronto.
Por suerte para mí, siempre apareces en mis recuerdos desde la infancia, cuando éramos niños en la calle Sevilla y teníamos la suerte de vivir todos los primos juntos y juntos también pasar los largos y estupendos veranos en Benimantell. Nos peleábamos, nos pegábamos, jugábamos e incluso íbamos a la doble sesión del cine Aitana una vez a la semana. Todo constituía una aventura: subirnos a los árboles, ir en burro, pescar renacuajos y contar historias a la puerta de la iglesia en la plaza del pueblo. Esas son las imágenes que guardo celosas en mi memoria, mi mayor tesoro.
Eras mi primo mayor, y nos llevabas la delantera a todos, estudiaste en Alicante, te casaste, formaste una familia y a la par te hiciste aventurero, viajabas por el mundo como si fuera tu casa. Aunque siempre te acordabas de mí, venías a visitarme por motivos del trabajo y a invitarme a comer por ahí cuando yo era una joven estudiante sin dinero y a insuflarme esas ganas de vivir que tú contagiabas sin darte cuenta a los que estaban contigo. Desprendían una alegría que solo poseen los tocados por la fortuna, que le arrebatan a la vida sus mayores placeres. 
Estoy convencida de que ambas, la fortuna y la vida, se han enamorado de ti y celosas, se te han llevado para disfrutarte y que les alegres sus días.
Yo y todos te vamos a recordar como tú eras antes de la maldita enfermedad: desprendido, espléndido, siempre risueño y jovial…  y  todos los que te queremos así te llevaremos siempre en nuestros corazones. 

lunes, 20 de marzo de 2017

No estaba sola



“Un paisatge és una forma de percebre i valorar un territori, una manera d'habitar-lo, i de teixir en ell i amb ell la identitat personal. No poder continuar vivint en el propi paisatge significa perdre una part fonamental d'un mateix”.  Marta Tafalla

Violeta nunca pensó que la vivienda que había heredado de su abuela en un popular barrio valenciano iba a verse de pronto rodeada de edificios caros y de casas rehabilitadas por equipos de arquitectos prestigiosos. Tiendas de diseño, restaurantes, pubs, cafés y galerías de arte sustituían a los antiguos comercios de toda la vida.
Estaba muy inquieta con los cambios que se producían de la noche a la mañana, y se sentía como una superviviente de su entorno.  La gentrificación hacía que las clases sociales más desfavorecidas se vieran obligadas a abandonar sus casas.
–¿Y quién sabe qué reglas rigen ese flujo vivo y cambiante? –se preguntaba.
Había leído en algún lugar que inversores británicos estaban comprando edificios enteros.
–¿Tendrá todo esto algo que ver con el misterioso Brexit? –seguía preguntándose al tiempo que paseaba y contemplaba su barrio.
Ella, desde luego, no tenía ni idea. Por eso salía a la calle a plasmar los constantes cambios del lugar con su cámara, como una espectadora de su tiempo. Fotografiaba las fachadas de las casas antes y después. Se metía en su interior y también captaba su alma y retrataba la magia de lo visible y lo invisible. Hablaba con los inquilinos, forzados a emigrar a la periferia a causa de esos alquileres insostenibles.
A veces pensaba que estaba viviendo en los fotogramas de una película futurista, pero otras, la mayoría, su entusiasmo decaía frente a las continuas afrentas al corazón de los viejos edificios.
Atrás quedaban las historias de los zaguanes de azulejos valencianos con sus cenefas modernistas repletas de coloridas frutas y flores. No tenían nada que ofrecer frente a las asépticas y frías losas de mármol o micro cemento que representaban la modernidad.
Violeta había vivido en ese céntrico barrio toda su vida, allí se casó y se quedó viuda, allí también la jubilaron anticipadamente de su trabajo en la administración periférica. ¡Tanto tiempo únicamente para ella a lo largo del día! Por eso decidió comprarse una pequeña cámara y dedicarse a uno de sus pasatiempos favoritos. Había realizado algún curso de fotografía y no le salía tan mal.
Además, se encontraba bien físicamente, practicaba taichí y meditación en un local de terapias orientales cercano a su vivienda, y le encantaba caminar sin rumbo por su ciudad.
De las habitaciones de su antigua casa, una la empleaba para realizar su afición a las manualidades, y otra la destinaba a estudio y laboratorio fotográfico. Numerosas copias en blanco y negro colgaban sujetas con pinzas, de hilos de la pared. Era el cuarto oscuro.
Por el contrario, en la sala que daba al balcón y a la calle, la luz entraba a raudales sobre la mesa, cubierta siempre de telas, agujas, ganchillos, hilos, cuentas de colores y diferentes útiles de trabajo. Allí Violeta realizaba distintas obras: mariposas que separaban páginas de libros o eran pendientes o collares; flores que servían de adornos a puertas y paredes, que eran broches o pasadores para el cabello, o bien se colocaban de adorno en un jarrón. Arco iris que pendían de lámparas o que se podían situar en el centro de alguna habitación atravesándola de una esquina a su opuesta. Las vendían diferentes tiendas, incrementando con ello su exigua pensión.
Péndulos de cristales colgaban del balcón donde vivían las macetas, haciendo que la luz se descompusiera en sus diferentes reflejos bailarines. Siempre había sido muy imaginativa y colorista y le gustaba rodearse de objetos curiosos.  Y ahí se sentía ella misma y muy bien.
Menuda e inquieta, cada mañana dejaba a Augusto, su gato, alimentado y con sus necesidades satisfechas, antes de lanzarse a la calle con la cámara siempre guardada en el interior de su bolso bandolera.
Fue una de aquellas mañanas cuando leyó en la puerta de un atelier vecino, la convocatoria de un concurso de fotografía para aficionados, circunscrito a imágenes del barrio. Justo lo que a ella le gustaba, ¡no podía creerlo! Entró a informarse y recogió un folleto con las bases.
El Ayuntamiento de Valencia era el patrocinador, el premio sustancioso, tres mil euros. Una única fotografía o una serie sobre el mismo objeto o tema. La finalidad, por supuesto, consistía en publicitar las profundas mejoras del barrio.
Un cosquilleo de ansiedad le recorrió la espalda. Sin darse cuenta y sin poder pensar en otra cosa, sus pies la habían encaminado hacia los árboles de los jardines del antiguo cauce  del Turia. Allí podría pensar tranquila. Contaba con poco tiempo, el plazo de presentación de trabajos acababa en dos semanas, y siempre podría escoger entre todas sus fotografías, las que más le gustasen. Pero… ¿iba a colaborar con el objetivo del concurso? –dudaba para sí.
–Por supuesto que no lo haría, –se contestó en un diálogo interior.
Pasó unos días encerrada debatiéndose entre múltiples posibilidades. Eligió las fotografías de mejores encuadres y enfoques, las que parecían difuminadas como cuadros impresionistas y las que tenían movimiento. Consultó entre sus amistades, y finalmente no se decidió por ninguna, sino que presentó una serie totalmente nueva. Estaba muy satisfecha con su trabajo. Los vecinos de su casa andaban también revueltos y ajetreados.
Siguió con su vida mientras el jurado se tomaba un tiempo para la deliberación.
Por fin llegó el gran día, la habían convocado en el Salón de cristal del Ayuntamiento, allí anunciarían el fallo del concurso y después conocerían de primera mano los trabajos premiados y finalistas en la sala de exposiciones.
No la nombraron entre los ganadores. Se sentía abrumada y cohibida en aquella sala tan lujosa. Su esperanza se desvanecía cuando Violeta oyó su nombre en una mención aparte. Una categoría diferente. La  máxima cuantía otorgada. Lo hicieron al final del acto, para resaltar la importancia del premio.
“Una mirada valiente” ha obtenido por la plasticidad de las diferentes escenas, sus texturas, luces y sombras, y el dramatismo de las imágenes plasmadas, el premio “Ojo crítico” del certamen, el máximo galardón otorgado.
Allí estaba la fachada de su casa, tan necesitada de reformas que no se podían pagar, en una gran imagen.  Conforme se bajaban los ojos desde el tejado hacia la calle,  aparecía una serie de ampliaciones de los balcones de cada vivienda con sus respectivos inquilinos.
Empezando por el último piso de la finca, el de ella, y manteniendo la misma focalización, en un barrido vertical,  se veían: el balcón del cuarto piso con Violeta muy seria, asomada entre las macetas y Augusto en brazos; el balcón del tercero, con la familia Serrano al completo, seis personajes muy dignos, de tres generaciones, que apenas cabían juntos y miraban atentos a la cámara; el balcón del segundo, con la pareja de ancianos que cogidos de las manos, parecían a punto del llanto junto a unas maletas ya cerradas;  por último, el balcón del primero acogía a una familia de senegaleses con sus dos hijos pequeños en brazos, ella dejaba traslucir bajo su vestido un vientre abultado.
Los ojos de todos ellos resaltaban en la oscuridad dominante del encuadre y parecían confiar en el objetivo de la cámara para mejorar sus condiciones de vida. Les iba la vida en ello.
Al llegar al pie de la fachada, sobre el portal de la puerta de entrada, se distinguía un cartel: “PRÓXIMO DERRIBO POR OBRAS”.
Violeta no estaba sola.