viernes, 1 de marzo de 2019

Trampa


Me decidí a entrar en la casa al ver las llaves abandonadas en la cerradura de la puerta. Las reiteradas llamadas al timbre habían resultado infructuosas. Introduje el manojo de llaves en mi bolsillo para evitar sorpresas desagradables y cerré detrás de mí suavemente. No soy un ladrón, aunque algo de eso sentí en mi interior al cruzar el umbral, tan sigiloso.
Siempre me había gustado el aspecto alegre y desenfadado de mi joven vecina, Sara, aunque apenas la conociera. Tan solo unas palabras al cruzarnos por la calle. 
La llamé en voz alta. Nada.
Ahora la casa me corroboraba el buen gusto de su propietaria. ¿Se dedicaba al yoga? Su atlética complexión hacía que lo imaginase así. Me gustaba. Me deslicé por el salón tan blanco, que se hallaba desierto y en perfecto orden. Flotaba en el ambiente unas notas de un perfume,  que me  trajo a la memoria los momentos en que habíamos coincidido en el ascensor. Sobre la mesa de la cocina hallé un plato con restos de lo que había sido una ensalada.
Volví a llamarla. Sin respuesta.
Aquella otra puerta al final del pasillo era la de su dormitorio. Estaba entornada. La empujé un poco, despacio, como temiendo inmiscuirme más todavía en su privacidad, pero había de averiguar de una vez por todas qué pasaba. 
Y allí estaba ella, tumbada sobre la cama con un libro abierto entre sus manos.  
Quiero pensar que me estaba esperando, pues el gesto de aproximación que me hizo con sus dedos no daba lugar a equívocos.  No cruzamos palabra alguna.
Me desperté yo solo en su cama. Golpeaban la puerta, no entendí bien qué gritaban, aunque sí claramente la palabra “Policía”. Entonces me di cuenta de mi comprometida situación. ¿Dónde estaba mi atractiva vecina? 
Había desaparecido.
Me sentí como un ratón cazado en una maldita trampa.

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