lunes, 13 de abril de 2020

Siempre atareada


María Antonia no necesitaba que la luna llena, causante de sus insomnios,
brillara en el firmamento. Cada vez que pasaba la noche en vela, se levantaba como
una autómata, cogía la escoba y barría todo aquello de la vida que le disgustaba:
palabras, silencios y miradas. También políticos, muchos políticos que la enojaban.
Al acabar, si todo iba bien, la casa quedaba limpia como una patena,
vigilaba que no les faltara nada a sus mascotas, volvía rendida a la cama y soñaba. 
Cuando ni con esas podía dormir, porque el sueño no aparecía,
y su mente seguía deambulando por la consulta de enfermería del CAP
donde trabajaba, tantos problemas ahora con el coronavirus, regresaba a la cocina,
su gran reino destronado, y buscaba, en libros de recetas  antiguas,
platos que nunca hacía y preparaba suculencias, que al día siguiente regalaría a su hijo
y a los vecinos que no salían de casa desde el confinamiento.
A la Siseta, además de la compra que le hacía casi a diario, le llevaría un táper
de albóndigas. Estaba tan sola con la hija lejos. Y al Pere, el viejecito del segundo,
que desde que su mujer estaba ingresada se le veía muy desmejorado,
unas croquetas blanditas que pudiera comerlas aún sin dientes.
A su hijo, que vivía lejos, en Montbau, un fricandó, que tanto le gustaba.
Tendría que venir a  buscar la fiambrera de camino a su trabajo.
Él llamaba al timbre del portal y ella la colocaba  en el ascensor.
Ni un beso ni un abrazo. Desde que se había iniciado la pandemia,
sólo desde el balcón se los mandaban. 
Su vida, entre pacientes y vecinos, siempre, siempre, atareada.


 A mi amiga María Antonia Plaza, auténtica heroína



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