martes, 2 de abril de 2019

Nunca se sabe



De un tiempo a esta parte Penélope era una mujer invisible. Estaba segura de ello. Fue dejar de trabajar y sentir que la invisibilidad afectaba a todos los órdenes de su vida. Había cumplido los sesenta y cinco años y su cuerpo ya no era un objeto de deseo para nadie, ni siquiera para ella misma. Su autoestima estaba por los suelos. Aunque nunca había dado demasiada importancia a su imagen, sentía que  su atractivo personal la había abandonado conforme iba cumpliendo años. Todos estos pensamientos bullían por su cabeza mientras se miraba aburrida al espejo, dándose un toque de rojo a los labios, antes de salir a la calle a hacer unas compras.  Además se sentía sola. Echaba de menos las caricias y los besos de cuando vivía en pareja. A veces, también darle una voz a alguien. Sí, simplemente discutir o enfadarse o leer y comentar entre dos, –pensaba mientras cerraba la puerta de la casa con doble llave–. Así estoy yo, más que cerrada en mí misma, encerrada.
–Es muy difícil encontrar pareja a estas edades, –seguía pensando mientras bajaba en el ascensor–. Necesito besos, caricias, que alguien se preocupe por mí, practicar el sexo de cuando en cuando.
–Adiós señora Penélope  –la saludó un vecino a la entrada del portal.
–Adiós señor Jorge –respondió ella ensimismada, sin apenas mirarlo.
Al parecer para su vecino del quinto piso, la señora Penélope del octavo, sí que existía, pues se la quedó mirando con gesto placentero mientras ella ya cruzaba decidida la calle.
Estaba convencida de que Jorge, su vecino, era un hombre demasiado mayor. Por eso casi no le prestaba atención cuando se cruzaban en la portería o por el barrio. Si lo miraba no lo hacía con ninguna intención. Practicaba lo mismo que el resto de los mortales hacía con ella. Lo trataba como un ser invisible por su edad.
Fue ese mismo día cuando se dio cuenta –algún deseo debió de apreciar en la mirada de Jorge– de que era una solemne tontería que dos seres invisibles convivieran en la misma finca sin apenas palabras ni roce. Era malgastar energías y soledades. Se atrevió y se lanzó.  Él aceptó encantado su visita y las sucesivas sugerencias. Desde entonces se miran, se ven, se encuentran, se acarician, se besan, se reinventan, se acompañan y no pierden ni un minuto de su preciado tiempo.

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