Las películas de romanos de mi
infancia nos hacían viajar a un mundo fantástico de emperadores y esclavos, de
héroes y legiones, gladiadores,
cristianos y fieras.
He paseado por sus villas y calzadas, he admirado sus obras
de arte y edificios públicos, me han aterrorizado sus dioses y llegué a
aborrecer las declinaciones, el rosa-rosae o el Roma-Romae, aprendidas de
memoria. He sudado con las traducciones de César, Tito Livio o Cicerón, que además
siempre andaban de guerras. ¡Qué me importaría a mí!
El latín, un hueso.
Las palabras, sin embargo, un juego:
Omar, ramo, mora, amor, Roma.
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