miércoles, 22 de diciembre de 2021

Al cañaveral espeso

    

Se levanta sigilosa, camina de puntillas sin hacer apenas ruido y va hacia la cocina a preparar el café. Le gusta desayunar en silencio, pero enseguida aparece él, feliz y contento de verla, la abraza como si hiciera mucho tiempo que no se ven. Lleva rato esperando que se levante para empezar así su día. Necesita que se lo verbalicen, se lo ordenen y se lo expliquen. Da lo mismo que cada jornada sea igual o parecida a la anterior. El caos en su mente  aparece cuando menos se espera. 
     La pareja está sola. Sus hijos tienen sus propias familias. Ella le informa de que pronto será Navidad y que hoy van a poner el árbol con sus adornos. Su mirada ausente no revela entusiasmo ni motivación alguna. 
     –Venga, que me vas a ayudar –le dice. 
     Desde que se inició el deterioro cognitivo, este ha ido en aumento. A veces, la sorprende explicándole a su manera que hay otra persona desconocida, dentro de él. Se da cuenta de todo lo que pierde y de que él ya no es él. No sabe en qué día se encuentra. Le cuesta mucho leer y escribir. No maneja el teléfono ni sabe usar ningún mando. La necesita para todo, se siente inseguro sin ella. 
     La mujer canta pequeñas estrofas de villancicos tradicionales archiconocidos para que él continúe con la palabra que falta. 
     –Arre borriquito, vamos a… 
     –A comer. 
     –¡Que no. A comer no! A Belén. 
     Le corrige, le dice que se lo inventa y que lo hace a propósito y se ríen ambos de sus tontadas. 
     No se acuerda. Y ella prosigue imparable como si fuera una encantadora que pudiera traer de vuelta sus recuerdos con la magia de las canciones. 
     Las palabras se fueron hace más de un año, volaron, se esfumaron de su mente como si esta hubiera dejado las ventanas abiertas para que escapasen. Y con ellas desaparecieron las frases y oraciones. 
     La mujer continúa cantando mientras carga las cajas de adornos del armario del pasillo hasta el árbol del salón:
     A Belén, pastores, a Belén… 
     –Borricos. 
     –¡Borricos no! ¡Chiquillos! –Le regaña como si fuera uno de ellos. 
     Que ha nacido el… 
     Pero él es un señor mayor, no es un niño y, a veces, lo trata como si lo fuera. Y eso la deprime, prefiere no pensarlo y seguir con sus cantinelas, que no son mágicas, pero  le ayudan a afrontar el vacío de sus repetitivas vidas sin palabras. Sin palabras no, las de ellas son constantes, pero solitarias, no encuentran compañeras ni contrincantes. Y está cansada de oírse, la verdad, porque conoce de memoria su discurso de falso optimismo. 
     –Ve al armario a ver qué encuentras por ahí que nos pueda servir –le dice mientras continúa cantando, al tiempo que cuelga estrellas y bolas brillantes de las ramas. 
     Al rato, un runrún ronco y ensordecedor retumba por la casa. Es el inconfundible sonido de la zambomba, que ha debido de rescatar el marido del fondo de despropósitos, que se refugian en el último estante. Ese bramido monótono, fuerte y seco apenas permite oír la voz de él que, rejuvenecida, lleva el ritmo y canta:
 
    “Al cañaveral espeso
    de la orillita del mar, 
    para hacer una zambomba
    una caña fui a cortar,
    que esta noche es Nochebuena
    y tenemos que cantar..."

     Y ella, atónita y ojiplática, se dispone a creer, para siempre, en la magia.