lunes, 25 de noviembre de 2019

Cosiendo tus palabras en mi corazón


Nos encontramos mi amiga Eva y yo en Alicante, en un lugar mágico lleno de libros, cuentos, historias y, cómo no, de palabras. Las nuestras, sobre todo, porque hacía mucho tiempo que no nos veíamos y que no estábamos juntas. Vivir cada una en una isla parece que implique mucho mar y más distancia todavía.
Era una librería grande, muy cálida y acogedora, con una gran sala para proyecciones, ponencias, club de lectura y presentaciones. También sitios cómodos para leer o tomar un café o ambas cosas a la vez. Fue entrar allí y encontrarme a gusto, en mi lugar. Seguro que llevaba mucho tiempo esperándome. Me hizo recordar mi trabajo en la editorial de Fernando Torres en Valencia, cuando lo compaginaba con mis estudios en la facultad.
En el sector de los libros infantiles, abierto a un patio tras un gran ventanal, los cuentos se ubicaban a la altura de los más pequeños. Mirábamos entusiasmadas los títulos, pensando en nuestros nietos, cuando una voz masculina, procedente del otro lado de la sala nos sorprendió:
–Si las puedo ayudar...
A lo que rápidamente contesté yo:
–Mi amiga es profesora de Educación infantil. No será necesario. Muchas gracias.
Fui un poco borde y maleducada, lo reconozco, pero no quería que se rompiera nuestro hechizo. Éramos hadas, magas, brujas y el bosque de cuentos, nuestra guarida. Habíamos regresado a nuestra particular selva guatemalteca, la que nos unió para siempre a ambas como cooperantes y camaradas. De eso ya hace tanto tiempo...
Mi amiga puso cara de estar molesta.
El caballero reiteró solícito sus ganas de ayudarnos, pero nosotras seguimos a lo nuestro, ensimismadas, sin hacerle ningún caso. Es más, yo pensé que se trataba de un dependiente, o bien el librero, con muchas ganas de vender.
Eva me aconsejaba y me explicaba que si este sí, el otro no. Y se acercó de nuevo aquel señor con un libro en la mano.
–Aprovecho para recomendarles esta joya de la literatura infantil.
Lo ojeé y vi que el texto trataba del juego de inventar palabras.
–¡Ah! Es del estilo de Gianni Rodari. No me interesa –dije en mi papel de incorregible estúpida–. Con mi nieta ya lo hago. Busco un cuento que cuente una historia. Vega tiene tres años...
Y así empezó todo. Nos pusimos a charlar y a recordar todos los cuentos que les leíamos a nuestros hijos hace más de treinta años. Y me enamoré de sus palabras, de su buen hacer tan educado y de su extensa sabiduría. No le pude explicar que yo no sé nada de literatura infantil. Que lo mío, como enseñante, habían sido las lecturas  de Roald Dahl y las de Manolito Gafotas. Las aventuras de Flanagan y Julio Verne, a veces.
No le pude explicar nada. Ni que vivo en Sóller ni que toda mi vida he trabajado con jóvenes a los que he intentado inocular el virus de la lectura. Que me encantaba ser maestra y bloguera educativa y las nuevas tecnologías. Que nos aprendimos de memoria todas las canciones y poemas infantiles de Federico García Lorca y más adelante los versos de Machado, que cantaba Serrat, ni que representábamos en grupo “La princesa está triste”…. Nada de nada.  Ni que me gusta coser y descoser palabras en el papel y que soy una gran lectora que acumula múltiples vidas –todas las leídas– a sus espaldas. Ni siquiera nos presentamos. No hablamos de novela negra ni de qué nos parecía el último premio de narrativa.
Porque así son los amores utópicos, se te escurren de los labios antes de tener tiempo a decir: me gustan tu voz y tu amabilidad y que me expliques adivinanzas que nunca acierto y trabalenguas que me traban el corazón y que me desees risas y abrazos a capazos, y que me recomiendes muchos, muchos cuentos.
Mientras, yo los iré escribiendo.
Infinitas gracias.


jueves, 19 de septiembre de 2019

Más que amigas



Te quiero hacer un regalo,
Que sea verdaderamente
importante,
y creo que  solo puede ser uno.
Celebremos la vida,
nuestro compromiso con el mundo
y regalémonos:
Tiempo para estar con los nuestros.
Tiempo para recordar personas y situaciones queridas.
Tiempo para pensar en la vida.
Tiempo para nosotras mismas.
Tiempo para soñar y contemplar el cielo.
Tiempo para disfrutar de lo que tenemos.
Tiempo para reír.
Tiempo para estar aquí.
Porque
Te quiero.

Magdalena Carrillo

(Texto inspirado en
"Te deseo tiempo", poema de Elli Michler)

martes, 20 de agosto de 2019

UN VIAJE DE LIBRO


Lisandro Rota

Me he levantado, ágil y atlética. Con cuarenta años menos. En tres zancadas olímpicas voy hasta tu casa, te despierto, te tomo de la mano y te explico el plan.
Iremos juntas.
No hay pero que valga.
Nos encantan y embelesan todas las historias.
Es un viaje que ya hemos hecho muchas veces a través de las letras.
Tú quieres marchar en el cohete de Verne y yo en la escoba de la bruja Curuja. Nos ponemos de acuerdo y, como el viaje será cronológico, lo haremos en las botas de siete leguas de Pulgarcito para sumergirnos de lleno en la fantasía infantil, poblada de animales parlanchines, enanos y princesas. Y pelearemos contra gigantes, brujas y dragones. El saldo será a nuestro favor y tras un breve recorrido por los relatos de adolescencia y juventud, llegaremos a nuestras novelas, las de hoy y siempre.
Nos dispersamos un rato para decidir por dónde seguir y de inmediato te vas con Anne Perry, que tanto te gusta, tras las huellas de Agatha Christie y Patricia Higsmith, mientras yo aprovecho para visitar a las hermanas Brontë​​ y tomar el té en su casa. Y, de paso, acercarme a conocer la famosa isla de La sociedad literaria. ¡Curiosa que es una! Hacemos un recorrido por el Norte de Europa, –incluyendo Islandia–  porque desde que nos dejó huérfanas Henning Mankell, nuestro panorama en esa zona resulta ser siempre muy negro. Marianne Fredikson nos sigue entusiasmando para compensar dicha negritud. Ya en el continente, Alemania y Francia están presentes siempre. Tú como eres francófila, te entretienes con Sagan, Duras, Yourcenar y Amélie Nothomb. Sí, ya sé que hay muchas más: Fred Vargas, Lemaitre, Muriel Barbery…
Damos un gran salto por la Rusia de la literatura decimonónica y llegamos al continente asiático. Al Japón de Tokio Blues, a la China de Amy Tan, pero sobre todo a la India: Arundati Roy, Jhumpa Lahiri, Chitra Banerjee Divakaruni, Anita Nair y sus vagones llenos de mujeres.... Cruzaremos el Pacífico para saludar a las plumas de Norteamérica. Tantas, tantas... Imposible mencionarlas todas: Lucía Berlín, Alice Munro,  Alice Sebold, las canadienses Margaret Atwood y Louise Penny … 
Tras ellas, Latinoamérica nos abrirá los brazos de Norte a Sur con sus mágicas historias, la cruzaremos desde México hasta Chile y Argentina, pasando por Cuba. Conoceremos a Ángela Mastreta, Laura Esquivel, Claudia Piñeiro, a Isabel Allende y tantas más, herederas / sucesoras del famoso boom... Y nos quedaremos allí mucho, mucho tiempo porque estamos entre amigas y nos sentimos como en casa. Llegaremos al gran continente africano cuyas voces se hallan repartidas por diferentes lugares del globo. Especial hincapié haremos en Sudáfrica con Nadine Gordimer y J. M. Coetzee. Pasaremos por la tierra natal de Chimamanda Ngozi Adichie, que ya hemos recorrido en sus novelas, Nigeria.
Saldremos al aire del Mediterráneo árabe de Amin Maalouf, Naguib Mahfuz, Ahdaf Soueif y Yasmina Khadra. Lo cruzaremos para recorrerlo como Ulises, aunque sin tener a una Penélope aguardando. Así somos nosotras, y sí, visitaremos Grecia. Atenas y sus atascos en el coche de Jaritos.  Sicilia, de la mano de Montalbano. Iremos a Nápoles, que ya lo habíamos visitado en la tetralogía de la enigmática autora de Las dos amigas, Elena Ferrante. Y tras ello, con la brisa marina a nuestro lado, regresaremos a casa sin olvidarnos del Portugal atlántico de Pessoa y Saramago. Y una vez aquí, disfrutaremos de la lectura en cualquier punto del mapa. Nos acompañará un montón de autoras, hemos de decirlo, con las que nos sentimos muy a gusto ambas porque son luchadoras y valientes y han alzado su voz contra las injusticias de una sociedad de hombres: Martín Gaite, Laforet, Gloria Fuertes, Dulce Chacón, Matute, Rosa Montero, Almudena Grandes, Care Santos, Elvira Lindo, Marian Izaguirre, Elia Barceló y muchas otras más, con las que tanto compartimos. Es por ellas y por nosotras, las lectoras de aquí y las de lejanos continentes, por todas esas personas que con sus libros hacen que vivir merezca la pena.
                      
                                                ******

A mi amiga María José Baña, y a mis demás amigas lectoras. 

lunes, 12 de agosto de 2019

Recordatorio





Unos tubos la conectaban a las máquinas que vigilaban todas sus constantes vitales. Los datos se reflejaban en sendas pantallas. El vendaje, al modo de los jemeres rojos, no te dejaba mirar hacia otro lado que no fuera su cabeza. Era un imán. Entraron sus hijos a visitarla cuando su mente se paseaba por el interior de la nevera de su casa. Qué había y qué no había.
Fue el momento más apropiado:
-Esta noche para cenar os hacéis las gambas frescas con pasta!! -les ordenó.
Así nada caducaría ni se tiraría mientras ella permaneciera en el hospital y podría descansar sin preocupaciones.
Su familia, con una media sonrisa tranquilizadora, pensó que ya se encontraba mucho mejor.

domingo, 4 de agosto de 2019

Trampantojo


Eres la dueña de todas las palabras. 
Pero ellas no te obedecen, se desordenan
y se colocan a su antojo
en la estantería del área de Broca. 
Y si, por ejemplo, quieres decir:
"Este aire caliente está agostando mis plantas"
Dices:
"La suave brisa acaricia con nubes de algodón mi cara".

Entonces comprendemos que, verdaderamente, amiga, te  has convertido en poeta.


Para María José,
con todo mi cariño.

lunes, 8 de julio de 2019

¿Esto es París?

Vamos cantando alegres por la calle. Ella recuerda todas las canciones que yo le entonaba cuando era muy pequeña. Ahora ya sabe las palabras que acompañan a la música.
También las rimas y retahílas infantiles. A grito "pelao" ambas. Se zampa los mocos y todo lo que pilla por el suelo porque ha hecho suya la campaña desperdicio cero. Le gusta ir sola por la acera de la calle con su patinete de tres ruedecitas, a veces de la manita. Es muy independiente.  Va al váter ella solita desde que le quitaron el paquete. Aún no tiene tres años y se limpia los dientes y se quita y se pone ropa y zapatos a su antojo. Le gusta jugar al escondite aunque siempre se esconda en el mismo sitio. Es una experta contorsionista y no hay obstáculo ni altura que se le resista, ya sean hierros, cuerdas o rocas. Las sabe trepar, saltar, evitar o lo que haga falta.  Recuerda los nombres de todas las personas que conoce. Le encantan los helados y el agua que pica (con burbujas).  Usa de su argucia y ,  como una instruida pícara, se las ingenia para conseguir un helado a diario. Cada día vamos a un parque diferente y si son de agua, mejor que mejor. Rebosa felicidad en todos sus gestos y es imposible no estar alegre a su lado. Le gustan las historias de lobos, brujas y cocos, al tiempo que  le dan miedo.  Le encantan los cuentos y que le narren historias. Aunque lo más divertido para mí de esta nómada, inocente viajera,  mientras caminamos o cruzamos boulevards o rues, es que todo el tiempo me pregunte incansable: esto es París? Esto es París?





lunes, 1 de julio de 2019

Por un rato... soy la reina de los mares

                                                                                                      Sirena de Anna Varella

No tengo playa donde vivo, solo un puerto de refugio, que es una pequeña entrada en la Serra de Tramuntana.
Hay en él, un  rincón donde me gusta ir a nadar. Aflora el agua dulce entre las piedras submarinas. Son  fuentes del agua  muy fría que se mezcla con la del mar. Así que siempre está fresco. Un placer de las diosas. 
Me gusta llegar pronto, cuando aún no se han levantado los turistas y los barcos duermen todavía.Tan pronto por la mañana y tan vacío que parece una gran balsa para mí sola, un safareig, como dicen por estos lares. Solo me acompañan los patos.
Floto y mi cuerpo no pesa, ingrávido, y me separo de mí misma y de los dolores, problemas e insatisfacciones. Respiro profundamente y desaparezco y me reconozco formando parte  del cielo y del mar como si fuera otra especie de ser vivo de este pedazo de paraíso, o al menos así lo siento. Me cobijan cielo y mar. Y creo que esto debe ser la felicidad. Y me regocijo durante un rato largo flotando y disfrutando mar adentro. Sobrevuelo con mis aletas las praderas de posidonias y miro cómo nadan tranquilos los peces. Me gusta observar la vida tras mis gafas de bucear. Y alejo de mi pensamiento  la muerte.
Y al cabo de un par de horas, el placer se termina. La dicha es breve. La playa se va llenando de gente y los barcos empiezan a molestar con el ruido atronador de sus motores. El sol ya quema. Y entonces yo me despido hasta el día siguiente.

jueves, 27 de junio de 2019

Álbum de recuerdos


Hay que recuperar las viejas historias y las viejas fotografías. Esta es antigua y, a la vez  novedosa, merece la pena. Nos nutrimos de ellas. Son nuestra vida.
La he rescatado del cajón de la mesa de trabajo de mi difunto padre. Acumulaba mucho polvo. Ya es hora de que salga a la luz.

                                     
George era un joven apuesto, esbelto y de muy buena presencia. Tan joven que tenía toda la vida por estrenar. Su amigo, un hombre curtido, veinte años más. Se apreciaban. La Segunda Guerra y el azar los había unido fuertemente. Ambos eran británicos y habían defendido a Inglaterra del avance del nazismo. Al poco de acabada la guerra, lo invitó a su casa, en el campo, para que conociera a su familia.
Nuestro protagonista todavía no sabía qué era el amor, pero Nora, la mujer de su amigo, sí. Sucumbió fascinado a su embrujo. Ella era una persona insatisfecha a pesar de su matrimonio y sus dos hijas. Ser ama de casa y madre no la colmaba, le quitaba aire, la asfixiaba. Necesitaba más, tenía inquietudes. Era poeta. Cuando terminó la guerra se acabó el trabajo de ayuda fuera de casa. Regresó su marido, Robert, tan rústico, y se instaló la rutina diaria.
Nora sabía de otros placeres y otros mundos porque la literatura le apasionaba. Se miró en los ojos de aquel joven y se gustó. Nadó en sus pupilas sin ahogarse. Podía respirar.
El condado de Cumbria, al  Noroeste de Inglaterra, no era el mejor lugar del mundo para las aventuras extramatrimoniales de un ama de casa descontenta, ni Abbeytown, con sus escasos habitantes tras la contienda, la mejor localidad para soñar. Cerca de la frontera con Escocia y con la región Nordeste de Inglaterra y de la costa del mar de Irlanda, solo podía fantasear con viejas historias de princesas y prisiones en castillos ruinosos y de barcos vikingos a bordo de los cuales poder cruzar el Mar del Norte. Viajar. Huir.
Sus ganas de cambio y de escapar de su pequeña realidad la lanzaron a los brazos del amigo de su marido.  Como George no bebía y no acudía al pub cada tarde, se quedaba en casa solo, ayudando en la cosecha, mientras Robert se tomaba unas pintas.
Y esos fueron los momentos en que Nora le enseñó todo lo que él debía aprender.
Tras finalizar su estancia, George regresó a Londres. Empezó a trabajar, se independizó de sus padres y el tiempo hizo lo demás. Se distanciaron. No solo les separaban físicamente cientos de kilómetros, sino que George estaba muy lejos de la hija que Nora aseguraba que era suya. Él tenía ya su  familia. La niña podía ser de Robert.
Las hijas de Nora crecieron, pero la pequeña Mary era muy diferente físicamente de sus hermanas mayores. Su madre nunca le comentó su temor.
Por su parte, el hijo de Joseph, Stephen, creció como hijo único, estudió, trabajó y formó también su propia familia.
Y cuál no sería su sorpresa, ya jubilado felizmente, cuando hace poco, como en un cuento de hadas, o por arte de magia, lo descubre su hermana Mary, ya anciana, a través de un análisis de ADN. En él se afirmaba que compartían un mismo padre. Ella estuvo estudiando su árbol genético hasta dar con su medio hermano. 
Él se quedó más que estupefacto con la noticia. Desconocía su existencia.
Mary le explicó la historia que había descubierto y juntos fueron atando cabos. Ella quería saberlo todo. Conocer quién era su hermano y quién había sido su padre biológico. Tal vez algo obsesionada y angustiada, porque temía llegar al final de su vida sin comprender quién era ella realmente. Juntos miraron los viejos álbumes de fotografías familiares.  De sus dos familias y compartieron todas las historias.
Ahora, siente que se han completado sus raíces, se ha cerrado el círculo y ya puede descansar tranquila, podrá atesorar sus recuerdos. Se siente, finalmente, feliz.

Para mi amigo Stephen Foster, que me contó esta historia real y maravillosa. 



martes, 4 de junio de 2019

Una persona muy especial




Había una vez... Un pequeño pueblo llamado Jesús Pobre que tenía una pequeña escuela, pero no tenía maestra. Duraban poco las que mandaba el ministerio, pues habían de hacer cosas importantes en otros lugares más grandes, además allí se aburrían.
Un buen día llegó una joven maestra de cabellos rojos muy cargada con sus repletas maletas y baúles.

Le gustaron mucho la montaña, el cielo, las estrellas, el mar cercano y los niños. Sobre todo, los niños.
–"Aquí seré feliz" –aseguró convencida– y se quedó a vivir en el pueblo muy, pero que muy contenta. Sacó, de sus bolsas tan llenas, montones de cosas extrañas como poesías, sonrisas, pinturas, ilusiones, cuentos, música, buenas palabras y deseos. Toneladas de abrazos. Y empezó a repartir a troche y moche.
Pintó de colorines la escoleta y sembró muchas flores y un huerto. Pronto creció un campo de deportes y de juegos, una estación meteorológica, un corral para los animales y un laboratorio de idiomas. Todos los niños estaban muy felices y se lo pasaban requetebién aprendiendo.
Si hacía mucho calor se sentaban a la sombra de los árboles, cantaban y dejaban volar su imaginación hasta que los pájaros se aprendían de memoria las tablas de multiplicar. 
Con ella era muy fácil saberse los países, ríos y cordilleras, mares y océanos porque los continentes de los mapas cobraban vida cuando  los tocaba con sus manos. 
Si llovía abrían paraguas de colores y formaban casitas como los esquimales y sin darse cuenta aprendían el nombre de las estrellas que no se fugaban. Los graves problemas matemáticos se resolvían jugando a la rayuela o al escondite, que eran juegos muy difíciles.  
Así, entre nubes, cuentos, música y magia fueron pasando los días y los años. Los niños y las niñas se hicieron hombres y mujeres.
–"Ya va siendo hora de marcharme –les dijo la maestra–. Es tarde y he de seguir mi camino. Aquí ya no me necesitáis". 
El tiempo se había encargado de pintar de blanco sus rojos cabellos. Recogió sus bártulos cargados ahora de muchas risas y abrazos.
Los niños hicieron una gran fiesta de despedida en el patio, donde la magia se apoderó de todos los presentes que jugaron y bailaron hasta que ya no pudieron más.
El viento repetía las voces de los niños: 
¡Hasta siempre Tica! Nunca te olvidaremos


Ilustraciones de Mata Montañá y Tanja Stephani

martes, 2 de abril de 2019

Sexalescencia



Para las más de las siete décadas que ya cuenta en su haber, se siente en plena forma. No las aparenta, no, nada de eso. Parece más joven que sus amigas de sesenta porque es así,  una persona juvenil e inquieta. Sí, ella no para nunca, solo cuando se echa en la cama al final del día, a leer o a hacer crucigramas. Camina mucho siempre, hace Pilates y alguna actividad más, y eso a pesar de la rodilla que le da algún disgusto. El humor también es muy importante en su dieta vital y siempre ríe  y está de broma. Es muy coqueta, le gusta ir bien vestida con colores alegres y llamativos que destaquen su figura y su corta cabellera pelirroja de niña. Confesará que ha sido una persona agraciada y que la vida la ha tratado muy bien a pesar de los tres maridos aprovechados que le sacaron el oro y el moro: la juventud, la alegría y el dinero. Ahora ya no quiere ninguno más. Solo amigos. Con derecho a roce, eso sí, pero nada más, cada cual en su casa. Alguna canita al aire cuando surge y sin mayores complicaciones. Ella es feliz, muy feliz así. Con sus amigas y amigos, sus cervecitas, sus excursiones y el camino de Santiago una vez al año.  Ahora aprovecha el tiempo para hacer todo lo que le viene en gana y no pudo hacer cuando era joven con aquellos padres tan estrictos. Ahora descubre el placer que proporciona el sexo sin compromiso y sin miedos por muy profundo que se haya escondido. Y disfruta más de las nuevas sensaciones. Que se va de excursión con el IMSERSO y  sus amigas, pues estupendo, si en el camino el chófer se le insinúa y a ella no le disgusta sino todo lo contrario, pues de acuerdo,  se echa una canita al aire, que por cierto no tiene, y aquí paz y después gloria. Que su amigo el caminante le da un masaje en la rodilla dolorosa y las manos trepan sin querer y la friega ya no tiene que ver con la tibia ni el peroné, sino con el punto G, pues mejor para ella, más gustito. Que la excursión ha sido muy cansada, pues un bañito de vapor con unas sales y a disfrutar. Y esa es su filosofía cotidiana: estrujar la vida y vivirla plenamente para sacarle el jugo placentero hasta que el cuerpo aguante.

Nunca se sabe



De un tiempo a esta parte Penélope era una mujer invisible. Estaba segura de ello. Fue dejar de trabajar y sentir que la invisibilidad afectaba a todos los órdenes de su vida. Había cumplido los sesenta y cinco años y su cuerpo ya no era un objeto de deseo para nadie, ni siquiera para ella misma. Su autoestima estaba por los suelos. Aunque nunca había dado demasiada importancia a su imagen, sentía que  su atractivo personal la había abandonado conforme iba cumpliendo años. Todos estos pensamientos bullían por su cabeza mientras se miraba aburrida al espejo, dándose un toque de rojo a los labios, antes de salir a la calle a hacer unas compras.  Además se sentía sola. Echaba de menos las caricias y los besos de cuando vivía en pareja. A veces, también darle una voz a alguien. Sí, simplemente discutir o enfadarse o leer y comentar entre dos, –pensaba mientras cerraba la puerta de la casa con doble llave–. Así estoy yo, más que cerrada en mí misma, encerrada.
–Es muy difícil encontrar pareja a estas edades, –seguía pensando mientras bajaba en el ascensor–. Necesito besos, caricias, que alguien se preocupe por mí, practicar el sexo de cuando en cuando.
–Adiós señora Penélope  –la saludó un vecino a la entrada del portal.
–Adiós señor Jorge –respondió ella ensimismada, sin apenas mirarlo.
Al parecer para su vecino del quinto piso, la señora Penélope del octavo, sí que existía, pues se la quedó mirando con gesto placentero mientras ella ya cruzaba decidida la calle.
Estaba convencida de que Jorge, su vecino, era un hombre demasiado mayor. Por eso casi no le prestaba atención cuando se cruzaban en la portería o por el barrio. Si lo miraba no lo hacía con ninguna intención. Practicaba lo mismo que el resto de los mortales hacía con ella. Lo trataba como un ser invisible por su edad.
Fue ese mismo día cuando se dio cuenta –algún deseo debió de apreciar en la mirada de Jorge– de que era una solemne tontería que dos seres invisibles convivieran en la misma finca sin apenas palabras ni roce. Era malgastar energías y soledades. Se atrevió y se lanzó.  Él aceptó encantado su visita y las sucesivas sugerencias. Desde entonces se miran, se ven, se encuentran, se acarician, se besan, se reinventan, se acompañan y no pierden ni un minuto de su preciado tiempo.

lunes, 1 de abril de 2019

La vida sin él





Rosa se separó de su marido a los cincuenta y ocho años porque apenas ya se hablaban. Tampoco le gustaba su olor.
“¿Será el olor irremediable de hacerse viejo?” 
Pero no. Ella no olía mal. Se duchaba y perfumaba cada mañana y le gustaba el aroma que despedía su cuerpo.
“¿Será el silencio de la aceptación…, de que ya todo da igual?”
“¿Será ese soportarse con paciencia de tantas parejas mayores que ni se hablan ni se miran ni se tocan… ley de vida?”
No tenía respuestas a esas cuestiones. Se sentía cansada y sin ideas a esas alturas de su existencia.
“La liturgia cotidiana liquida el interés por el otro, la curiosidad y la emoción”. Leyó en un manual de autoayuda.
Tenía la sensación de que se había cambiado la preposición que rige el verbo compartir. Ya no era “con”, sino  “contra”. No había risas ni sonrisas entre ellos, solo malos entendidos.
Su marido no dijo nada. Estaba harto de reproches y de ella. Se divorciaron de mutuo acuerdo.
Rosa empezó a comunicarse con todo el mundo, hasta con los animales y  objetos inanimados. Se sacudió la vergüenza y su timidez, casi parecía una descarada porque llamaba a las cosas por su nombre. Se reía mucho con cualquier tontería. Llenó la casa de flores y el pequeño jardín de la entrada también. La que lleva su nombre era la más abundante. Los efluvios exquisitos de los rosales que plantó se extendieron por toda la barriada. Hasta allí llegaban las vecinas para solicitar un frasco de aquel aroma tan penetrante y vitalista.  
Rosa se hizo jardinera y estudió perfumes y fragancias.
Rosa se hizo una experta en los placeres de las pequeñas cosas. Había retornado su ilusión por la vida. Y nunca nadie más se la quitaría.


jueves, 21 de marzo de 2019

Un juego divertido




Las tardes de invierno se hacen muy largas en este lugar tan mágico donde vivo. Sí, es una pequeña aldea y hay pocas cosas que hacer si no te desplazas a la ciudad. Por eso, quedamos con unos cuantos amigos en vernos en mi casa el primer sábado de cada mes, y así lo tenemos establecido. Nos sentamos alrededor de la gran mesa de la cocina, mientras tomamos un chocolate caliente con cualquier dulce que haya preparado para acompañarlo. Soy una excelente repostera y cocinera. La chimenea está encendida y sencillamente charlamos, mientras en el exterior oscurece; ellos a sus cosas: que si los huertos y los naranjos, el país y la economía…  y nosotras a las nuestras: novedades, libros, películas… Me siento muy feliz.
Últimamente nos ha dado por jugar al “diccionario” con nuestras definiciones de pacotilla que simulan las de la real academia de la lengua. Nos morimos de la risa y vamos a muerte a ver quién gana y consigue proclamarse vencedor al engañar a sus adversarios. Tenemos mucho quorum y nos divertimos tanto, que nuestras risas atraen a los más jóvenes, que también se apuntan, y a veces, sus amigos, porque además de instructivo es de troncharse a carcajada limpia. Como en casa ya no había suficientes diccionarios para todos, cada uno traía el suyo debajo del brazo. No es plan que os explique ahora el desarrollo del juego, pero debéis probarlo. No os decepcionará. Condición sine qua non que seáis un grupo amplio pero no tanto que no os permita recordar todas las definiciones que se van leyendo.
A lo que iba, ahora se ha impuesto, en esas tardes al amor de la chimenea, otro juego. El de los viajes. Somos todos muy viajeros y aficionados a dicha literatura. Se trata de adivinar, divididos en dos grupos, de qué lugar estamos hablando. Puede ser un país, una ciudad, o cualquier sitio del mundo que nos parezca sugestivo. Que amemos o que odiemos. O que simplemente esté ahí, pero eso sí, siempre, siempre, conocido, es decir, hemos tenido que estar en él.
Una persona de un equipo representa con gestos el lugar. Los del contrario, al ver sus movimientos inician su incesante torpedeo: ¿ciudad?, ¿pueblo?, ¿mar?, ¿montaña?... Y el que está de pie describiendo no puede hablar, solo afirma o niega con gestos, en respuesta a las sucesivas cuestiones, y así hasta que poco a poco se aproximan y lo aciertan.  Es muy entretenido y también muy risueño, al tiempo que  nos permite viajar con la imaginación.
Os reto a adivinar mi lugar: con mis manos trazo un amplio espacio que atrapo entre ellas como un extenso cubículo blanco y grande, cuya parte superior acaba en punta. En él me siento muy a gusto y realizo semejantes gestos poniendo cara placentera. Hago el ademán de asomarme por la ventana y con mi dedo trazo siluetas de montañas y árboles. Señalo colores, de los que llevan puestos en sus ropas mis espectadores, para los árboles que vislumbro: naranja y verde, fundamentalmente. Las ondas del mar azul, más lejos. Cojo una caracola y lo escucho lejano en su interior. En ese lugar trabajo, leo, sueño y escribo, hablo y comparto y... Ahora mismo parezco un mimo profesional. No paro de hacer muecas arriba y abajo, abro y cierro, giro sobre mí misma y lo señalo todo. Nunca estoy ociosa, me muevo por él trajinando, aunque a veces me paro a olisquear o  simplemente a descansar con una infusión en la mano.
Mi gesto ahora aproxima mi mano al corazón y lo esparce alrededor de todos los presentes, moviendo tenuemente los dedos como si fuera un polvo mágico y los salpimentara a todos. Lo repito varias veces.  Suspiro profundamente de felicidad. Estoy encantada. Y no necesito moverme.
¿Ya lo habéis adivinado?
En caso negativo, dirigíos al inicio de la historia.


Te declino


                        
El Nominativo arrastra tu nombre hasta mí.
Con el Vocativo te llamo.
El  Acusativo te sitúa directamente junto a mi verbo. 
El Genitivo me dice que eres mía.
El Dativo, que te quiero para mí.
Con el Ablativo me colocas circunstancialmente junto a ti.
Ya no sé cómo decirte que te quiero.

lunes, 18 de marzo de 2019

En el centro del corazón


         Me gusta encontrarte en todos los rincones de tu casa aunque tú no estés. Y ahí estás, en tu taller de manualidades.
                   



Siento que respiras entre los abalorios que decoran tu habitación y en los colores de las cuentas de tus collares, pulseras y fulares. Escucho tu música cuando los balanceo.
Me gusta la luz en tus plantas.


Y te encuentro en tantas palabras ordenadas y  recogidas en tus libros...


        Me gusta tu ética y tu estética. Tus dibujos y tus objetos. 
                La artista pinta en el lienzo de las paredes. 
                               Ninguna se quedará blanca.













Me gusta descubrir a Chagall en sitios insospechados y que una niña amable me anticipe la puerta del baño. 


Los recuerdos vuelan por las paredes junto a mariposas y peces azules.

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Caracolas y sueños de mar adornan los rincones.

Las maletas, cansadas, reposan llenas de imágenes con las que no es necesario moverse para viajar a océanos y continentes lejanos.
Los sombreros sonríen colgados de la percha junto a fotografías de niños pequeños que juegan sin saber que los tapices cálidos han sido situados de manera estratégica por su dueña, para suavizar caídas y golpes irremediables.
Los pequeños ya se han hecho hombres.
Se casan, tienen hijos.
Es la vida y el tiempo que pasa.


Nubes de colores y flores se enredan trepando por donde se juntan las esquinas altas.


Y todo es un juego. Un juego de amigas que comparten, ríen y charlan.
Me encanta tu casa.

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lunes, 11 de marzo de 2019

Cimarrones


La casa de Liliana Zerquera parecía esconder muchas vidas entre sus viejas paredes. La elegí cuando buscaba habitaciones por internet en Trinidad, precioso enclave colonial de Cuba. Me gustó su nombre, sonaba muy musical y era, además, el de su actual propietaria.
Nada más atravesar el gran portón de entrada que daba a la calle adoquinada por donde llegamos arrastrando nuestros pies y maletas, nos sentimos trasladados a otra época, muy lejana en la historia.
Nos recibió la dueña, Liliana, en una gran sala a la que daban las habitaciones de la familia. El tiempo se había detenido entre aquellos suelos, muebles y cortinajes. Desde allí y a través de una gran puerta con vitrales se accedía al amplio salón comedor, abierto totalmente al patio. En este último, mirando al pozo, se encontraban nuestras dos habitaciones.
Enseguida me sentí muy a gusto, parecía que la casa nos estuviera esperando. Dejé mis bártulos y me senté en una de las mecedoras como si fuera mi propio domicilio.
Liliana, una señora de unos cincuenta años de aspecto muy agradable, blanca, distinguida, con el pelo encanecido anticipadamente, y unos ojos brillantes y curiosos empezó a contarme su vida como si fuera un reencuentro de viejas amigas.
No me extrañó, puesto que me sentí fascinada desde el primer momento por aquel ambiente. Su marido, un apuesto joven, se ocupaba del bar y la cocina.
La madre, una anciana con Alzhéimer, paseaba incansable de un lado a otro como un vestigio más en la fantasmagórica visión del pasado que se cobijaba bajo esos altos techos.
“Ríete tú del realismo mágico o de Isabel Allende y su Casa de los espíritus”, –recuerdo que pensé mientras la observaba–, pues era todo un personaje novelesco.
Yo me mecía en el balancín de madera mientras Liliana me acompañaba, sentada también en otro y me iba contando:
“La casa fue construida en 1808 y también se la conoce como La Casa del Historiador, mantiene intacta su arquitectura de la época, sus vitrales, muebles, piso original, patio central, pozo…”
De todo ello ya me había dado cuenta yo nada más entrar. Sin necesidad de explicaciones. Ella seguía a lo suyo y mis ojos no sabían dónde descansar.  Lo miraba absolutamente todo y estaba hechizada.   
“Aquí vivieron mis abuelos y mis padres, mírala, la pobrecita, como está, cada vez peor –se lamentaba al tiempo que señalaba a la viejecita con demencia, que era su madre–. Mi padre, Carlos Joaquín Zerquera, el historiador oficial, licenciado y genealogista colaboró en la investigación y organización del Archivo de Historia de la villa, buscando documentos originales en el Archivo de Indias de Sevilla y trabajando en la restauración y creación de los museos en Trinidad. También, en la restauración y conservación de la ciudad en general, labor esencial para que la misma alcanzara la condición de Patrimonio Cultural de la Humanidad…”
Mis ojos se cerraron cuando escuché la palabra Constantinopla, como en la película de Woody Allen, La maldición del escorpión de jade, donde  hipnotizan a la protagonista al oír una palabra.
Sé perfectamente que es de muy mala educación dormirse cuando le hablan a una, pero el cansancio del viaje, el suave balanceo de la mecedora y el tono monocorde con el que desgranaba una historia tan antigua, –pues se había remontado a la genealogía de su familia en el Bizancio del siglo VI–, hicieron mella en mí y me quedé profundamente dormida.
Mis compañeros de viaje descansaban en sus respectivas habitaciones, que era lo que yo tendría que haber hecho si mi curiosidad y mi gusto por las historias no me hubieran llevado de cháchara con la dueña.
Ella, la oía lejana en sueños, seguía con la Rusia zarista y el exilio en Francia. “¡Pobre nobleza desnortada, gracias a que hablaba francés y pudo asentarse allí, huyendo de la revolución!” –pensaba yo en sueños.
Porque mi sueño sucedía en un ingenio del valle próximo a Trinidad, donde la clase privilegiada poseía las plantaciones de azúcar cultivadas por los esclavos. Esclavos negros africanos de los que conocemos sus terribles condiciones de vida por la literatura y el  cine. Eran los cimarrones que, en su huida, se habían escondido en la cocina y en el patio de la casa de Liliana Zerquera.   
–¡Sois libres! –les arengaba yo, que me aparecía bien mulata,  con el pelo ensortijado más negro todavía, recogido tras una amplia cinta, mientras les servía la comida en la mesa contoneando las caderas–. La esclavitud en las colonias fue abolida por el Congreso en 1880. ¡No debéis preocuparos! ¡No tengáis miedo!
Mi voz sonaba tan pasional como la de Aretha Franklin. Poderosa, espléndida y cautivadora. Me entraron ganas de entonar un himno libertario. O de iniciar una ceremonia ritual dando vueltas bajo una ceiba, cosa imposible, pues no la había en la casa de Liliana Zerquera.
Ellos, estupefactos,  me miraban sin comprender bien lo que les decía, como si estuviera chiflada. ¿Tal vez aún no se había decretado la abolición de la esclavitud? Estaba confusa. ¿En qué año me encontraba?
Me sacó del aturdimiento la tosecilla de mi anfitriona, mientras yo, sin querer, me despertaba de una violenta cabezada.
Los retratos de los antepasados de Liliana colgaban de las paredes y me miraban con muy poca simpatía.
          –Querida, creo que le sentaría bien una limonada. Parece usted muy agitada.
Me contemplé de refilón en el espejo de un mueble antiguo, pero ya se había evaporado la magia. Mi imagen no era la misma que recordaba del sueño. ¡Me cachis, mira que estaba guapa tan morenaza y con el ritmo recorriendo todas mis venas!–pensé con nostalgia de mi otro físico.

           –¡Ya lo creo! –le contesté–. Muchas gracias, Liliana, mejor un cafecito con unas gotas de ron.
Aunque…, disculpe mi indiscreción, ¿no se mezclaron sus ascendientes? ¿No existe un mestizaje biogenético entre sus antepasados? O... ¿tal vez,  algún propietario  de  la industria azucarera?
Eso sí lo explicaría todo, –me respondí, confiada, a mí misma.