martes, 2 de abril de 2019

Sexalescencia



Para las más de las siete décadas que ya cuenta en su haber, se siente en plena forma. No las aparenta, no, nada de eso. Parece más joven que sus amigas de sesenta porque es así,  una persona juvenil e inquieta. Sí, ella no para nunca, solo cuando se echa en la cama al final del día, a leer o a hacer crucigramas. Camina mucho siempre, hace Pilates y alguna actividad más, y eso a pesar de la rodilla que le da algún disgusto. El humor también es muy importante en su dieta vital y siempre ríe  y está de broma. Es muy coqueta, le gusta ir bien vestida con colores alegres y llamativos que destaquen su figura y su corta cabellera pelirroja de niña. Confesará que ha sido una persona agraciada y que la vida la ha tratado muy bien a pesar de los tres maridos aprovechados que le sacaron el oro y el moro: la juventud, la alegría y el dinero. Ahora ya no quiere ninguno más. Solo amigos. Con derecho a roce, eso sí, pero nada más, cada cual en su casa. Alguna canita al aire cuando surge y sin mayores complicaciones. Ella es feliz, muy feliz así. Con sus amigas y amigos, sus cervecitas, sus excursiones y el camino de Santiago una vez al año.  Ahora aprovecha el tiempo para hacer todo lo que le viene en gana y no pudo hacer cuando era joven con aquellos padres tan estrictos. Ahora descubre el placer que proporciona el sexo sin compromiso y sin miedos por muy profundo que se haya escondido. Y disfruta más de las nuevas sensaciones. Que se va de excursión con el IMSERSO y  sus amigas, pues estupendo, si en el camino el chófer se le insinúa y a ella no le disgusta sino todo lo contrario, pues de acuerdo,  se echa una canita al aire, que por cierto no tiene, y aquí paz y después gloria. Que su amigo el caminante le da un masaje en la rodilla dolorosa y las manos trepan sin querer y la friega ya no tiene que ver con la tibia ni el peroné, sino con el punto G, pues mejor para ella, más gustito. Que la excursión ha sido muy cansada, pues un bañito de vapor con unas sales y a disfrutar. Y esa es su filosofía cotidiana: estrujar la vida y vivirla plenamente para sacarle el jugo placentero hasta que el cuerpo aguante.

Nunca se sabe



De un tiempo a esta parte Penélope era una mujer invisible. Estaba segura de ello. Fue dejar de trabajar y sentir que la invisibilidad afectaba a todos los órdenes de su vida. Había cumplido los sesenta y cinco años y su cuerpo ya no era un objeto de deseo para nadie, ni siquiera para ella misma. Su autoestima estaba por los suelos. Aunque nunca había dado demasiada importancia a su imagen, sentía que  su atractivo personal la había abandonado conforme iba cumpliendo años. Todos estos pensamientos bullían por su cabeza mientras se miraba aburrida al espejo, dándose un toque de rojo a los labios, antes de salir a la calle a hacer unas compras.  Además se sentía sola. Echaba de menos las caricias y los besos de cuando vivía en pareja. A veces, también darle una voz a alguien. Sí, simplemente discutir o enfadarse o leer y comentar entre dos, –pensaba mientras cerraba la puerta de la casa con doble llave–. Así estoy yo, más que cerrada en mí misma, encerrada.
–Es muy difícil encontrar pareja a estas edades, –seguía pensando mientras bajaba en el ascensor–. Necesito besos, caricias, que alguien se preocupe por mí, practicar el sexo de cuando en cuando.
–Adiós señora Penélope  –la saludó un vecino a la entrada del portal.
–Adiós señor Jorge –respondió ella ensimismada, sin apenas mirarlo.
Al parecer para su vecino del quinto piso, la señora Penélope del octavo, sí que existía, pues se la quedó mirando con gesto placentero mientras ella ya cruzaba decidida la calle.
Estaba convencida de que Jorge, su vecino, era un hombre demasiado mayor. Por eso casi no le prestaba atención cuando se cruzaban en la portería o por el barrio. Si lo miraba no lo hacía con ninguna intención. Practicaba lo mismo que el resto de los mortales hacía con ella. Lo trataba como un ser invisible por su edad.
Fue ese mismo día cuando se dio cuenta –algún deseo debió de apreciar en la mirada de Jorge– de que era una solemne tontería que dos seres invisibles convivieran en la misma finca sin apenas palabras ni roce. Era malgastar energías y soledades. Se atrevió y se lanzó.  Él aceptó encantado su visita y las sucesivas sugerencias. Desde entonces se miran, se ven, se encuentran, se acarician, se besan, se reinventan, se acompañan y no pierden ni un minuto de su preciado tiempo.

lunes, 1 de abril de 2019

La vida sin él





Rosa se separó de su marido a los cincuenta y ocho años porque apenas ya se hablaban. Tampoco le gustaba su olor.
“¿Será el olor irremediable de hacerse viejo?” 
Pero no. Ella no olía mal. Se duchaba y perfumaba cada mañana y le gustaba el aroma que despedía su cuerpo.
“¿Será el silencio de la aceptación…, de que ya todo da igual?”
“¿Será ese soportarse con paciencia de tantas parejas mayores que ni se hablan ni se miran ni se tocan… ley de vida?”
No tenía respuestas a esas cuestiones. Se sentía cansada y sin ideas a esas alturas de su existencia.
“La liturgia cotidiana liquida el interés por el otro, la curiosidad y la emoción”. Leyó en un manual de autoayuda.
Tenía la sensación de que se había cambiado la preposición que rige el verbo compartir. Ya no era “con”, sino  “contra”. No había risas ni sonrisas entre ellos, solo malos entendidos.
Su marido no dijo nada. Estaba harto de reproches y de ella. Se divorciaron de mutuo acuerdo.
Rosa empezó a comunicarse con todo el mundo, hasta con los animales y  objetos inanimados. Se sacudió la vergüenza y su timidez, casi parecía una descarada porque llamaba a las cosas por su nombre. Se reía mucho con cualquier tontería. Llenó la casa de flores y el pequeño jardín de la entrada también. La que lleva su nombre era la más abundante. Los efluvios exquisitos de los rosales que plantó se extendieron por toda la barriada. Hasta allí llegaban las vecinas para solicitar un frasco de aquel aroma tan penetrante y vitalista.  
Rosa se hizo jardinera y estudió perfumes y fragancias.
Rosa se hizo una experta en los placeres de las pequeñas cosas. Había retornado su ilusión por la vida. Y nunca nadie más se la quitaría.