relatos largos


Los zapatos y su influencia en la personalidad femenina




                                  Introducción
Las autoras del presente trabajo han estudiado el carácter de las mujeres en relación al zapato que calzan. Se han centrado, especialmente, en señoras con poder adquisitivo medio-alto, independientes económicamente de sus maridos, o  de ellos también, y que se permiten un capricho, o varios, de vez en cuando. De todos es sabido que muchas lo utilizan como terapia contra la depresión. Comprar zapatos  las hace sentirse felices en el acto, sin necesidad de medicarse.
La media de edad de las consultadas en la monografía es de 35 a 50 años. Con ello hemos querido significar  a un amplio sector de la población femenina que tiene las cosas claras y que sabe lo que quiere. Nada de jovenzuelas, más propensas a dejarse llevar por los dictámenes impuestos por la moda de turno, o a los vaivenes del macho adulador.
También queremos hacer especial énfasis en que los resultados de nuestra monografía se basan en la observación directa: entrevistas y encuestas, realizadas de manera totalmente anónima. Las consultadas nos han abierto las puertas de sus casas, de sus fondos de armario zapatero y de sus corazones. Y nos han mostrado, de manera franca y desinteresada, qué se calzan, cómo se lo calzan, sus gustos y preferencias.
Todo un mundo onírico y simbólico queda de manifiesto, cuando las susodichas no sólo estrenan unos zapatos, sino que prendidos a ellos llevan ilusiones, sueños, nuevos proyectos e incluso, cambios de vida. Parece, en ocasiones, que se calcen alas que las despegaran de la realidad.
Es por eso, que presentamos nuestros resultados adjudicando a cada tipología de zapato una o varias características de las personas que los portan. Maneras de ser, a veces contrapuestas, pero  coincidentes en gustos y/o fantasías.
 Botas de caña alta -tipo jinete-. En ellas se aprecia el poderío de la hembra que se sabe deslumbrante. No necesita tacones para decir: “Aquí estoy yo, pisando fuerte”. Las más osadas y desinhibidas, -una minoría de las encuestadas-, en su afán de protagonismo, las usan hasta medio muslo -mosqueteras-. Se aprecia en este último grupo una lejana similitud con las Walkirias y las amazonas griegas, diosas de la guerra que cabalgan por los aires, y esperan a los caídos en combate para otorgarles sus más apreciados dones...
Botines. Es el “quiero y no puedo” de las menos atrevidas. Son mujeres más acomodaticias y tranquilas, les gusta pasar desapercibidas y no destacar. Aunque sueñan en ser otras, no se atreven a dar el salto y romper con la cotidianidad que constituye su vida. Prefieren lo cómodo y lo fácil. Son pragmáticas y seguras de sí mismas.
            Merceditas, bailarinas o manoletinas.  Con trabilla o sin ella, es el calzado estrella  de la temporada de entretiempo. Representan a la mujer cautelosa y precavida, la que aún no se atreve a calzarse las sandalias y dejar sus pies al descubierto. Pero, al mismo tiempo, son mujeres dinámicas a las que les gusta el colorido y lo informal. Se decantan por la sinceridad y  honradez, y les gusta pisar de manera segura por la vida. Aún no han dejado del todo de ser niñas. Su carácter es abierto y amable, como las formas suaves y redondeadas de los zapatos que llevan.
Pero si usted, lector, está tranquilamente sentado en la terraza de cualquier cafetería contemplando cómo languidece una tarde de otoño y, en su trayectoria visual se cruza una mujer vestida con unos pantalones tobilleros de color negro y una sencilla camisa blanca, de corte masculino, pero que le marca el talle, y con un pañuelo sensualmente anudado al cuello y unas manoletinas de charol... ¡Cuidado amigo! Porque esa fémina no es cautelosa ni precavida. Camina sin rozar el suelo porque conoce su atractivo, se siente segura porque sabe que todas las miradas quedarán enredadas en sus étereos movimientos. Y al igual que el empedernido solterón que sucumbió a los encantos de Audrey Hepburn, así se sentirá usted, caballero, como un Bogart que naufraga ante la visión de esa hembra y, sin darse cuenta, se verá arrastrado por su estela.  Y para cuando descubra que nada tiene de frágil ese porte de gacela, ya será demasiado tarde, porque habrá sucumbido de lleno al embrujo de quien lleva unas simples manoletinas de charol.
Zuecos. Babuchas. Chinelas. Aunque su origen agrario haya quedado olvidado, los zuecos de madera representan la comodidad en los pies para las largas jornadas laborales. Algo diferentes son las babuchas que, a diferencia de los países donde han nacido, aquí se usan con tacón y  son más sofisticadas: con adornos de pedrería o bordados. Ambos tipos de zapatos, llegada la ocasión, se descalzan con un tenue movimiento de empeine no forzado. Sus defensoras opinan que en ese acto reside lo mejor de ellos: la sacudida que les lanzan para quitárselos, sin aspavientos ni  torsiones indeseadas. Se sienten más que libres en este tipo de calzado. Podemos añadir que su carácter es tosco y libertario, en singular correspondencia con el origen de dicho calzado.
Las sandalias. Son las reinas indiscutibles del verano. Todas, absolutamente todas las personas entrevistadas, se decantan por ellas en la época estival, a no ser que posean graves defectos en los dedos de sus pinreles. Informales, cómodas, romanas o  griegas, con flores o sin ellas constituyen la máxima expresión del nudismo en los pies. Es por este motivo que se hace difícil extraer unas pautas de carácter y comportamiento en sus portadoras. Todas las maneras de ser tienen cabida en este apartado. Desde las más desenfadadas e inconformistas hasta las más tradicionales y recatadas. De diario y de noche, de batalla y de vestir, elegantes o franciscanas, con tacón o sin él simbolizan el deseo ancestral de la vida al aire libre, en comunión con la naturaleza y la desnudez que ello comporta.                                   
Chanclas. Totalmente abiertas, dejan los dedos del pie al aire libre, en unión con los cuatro elementos fundamentales: tierra, aire, fuego y agua. “Descalzado”, si puede llamarse así, básico y de “pobres”, pero que representa, aún más que las sandalias, el anhelo de las personas por la sencillez, la ausencia de artificios y el espíritu puro. En definitiva, el “Beatus ille” del calzado.
Alpargatas, “espardenyes” o “espadrilles”.  Las usan mujeres a quienes les gustan los materiales naturales por encima de todo, aunque para conseguirlas  tengan que pelear a capa y espada contra monstruos y gigantes.  Atrevidas, valientes, con un toque soñador y romántico. Este calzado es la encarnación de  la madre naturaleza y  sus frutos, como el cáñamo, el algodón, el lino...
Zapatos de plataformas. Se ajustan a las necesidades de las mujeres que quieren ganar unos centímetros de altura, sin arquear en demasía el empeine y sin morir en el intento de llevar unos tacones de vértigo. Descendientes directos de los topolinos que causaron furor entre las mujeres “liberales” de la posguerra española. Hoy en día sus propietarias son  alegres, desenfadadas y no les preocupa el “qué dirán”.
Tacones de aguja. Son las armas que llevan en las extremidades inferiores las mujeres elegantes y glamourosas, independientemente de su estatura. Sabedoras del poder de la belleza de sus pies, de esta manera calzados, se alzan sobre ellos como auténticas demiurgas. Nada les importa el atentado que realizan contra su propia salud, porque se sienten superiores y, desde su altura, lo demás carece de importancia. Sexys, elegantes, puro fetiche, así son las mujeres que se decantan por este tipo de calzado. Auténticas equilibristas que se elevan altivas, arriesgadas y seductoras desde la punta de sus pies.
Zapatos de salón o “pump shoes”.  Zapato cerrado, clásico, formal y elegante. Sus portadoras son mujeres sensuales, que conocen el poder de la insinuación. Pendientes de las formas y versátiles, que tanto se calzan estos, como unas botas de media caña, y que saben cuándo es el momento adecuado  para usar cada uno de ellos.
Conclusión
Independientemente del tipo de calzado elegido es indudable que todas las mujeres desean poseer unos buenos zapatos, que se ajusten a su carácter y necesidades como una segunda piel, que las hagan flotar y sentirse divinas. Que acompañen sus contorneos, que sean un sueño y  las satisfagan. En definitiva, unos zapatos con los que sentirse seguras y admiradas.       

 “Un reposo obligado”


                                          "Os diré algo sobre la cuestión de las historias. No son únicamente un entretenimiento, no os engañéis. Son todo lo que sabemos, daos cuenta, todo lo que sabemos para combatir la enfermedad y la muerte. Si no tenéis historias, no tenéis nada"
                                                                                                                  Leslie M. Silko
                                            

Corrían los primeros días de marzo del año 1960 cuando mis padres decidieron  enviarme a reposar a casa de la única tía que quedaba en el pueblo, Cabra del Santo Cristo, ya que el resto de la familia hacía mucho tiempo que vivía en  la capital.
-El aire puro de la sierra es lo que necesitan tus pulmones -repetían constantemente mis padres. En aquellos momentos aún no se podían permitir el gasto que suponía enviar a su hija a un sanatorio. Me costaba mucho respirar en la ciudad y era conveniente que para la primavera mis débiles pulmones hubieran mejorado, pues en dicha estación las dificultades y trastornos respiratorios aumentaban.
La tía Lucía, en realidad tía de mi padre, vivía sola en su gran casa de paredes encaladas en medio del pueblo. Me impresionaba el ambiente un tanto lúgubre de la sala, con los retratos de sus familiares muertos colgando de las paredes o sobre los tapetes de ganchillo que adornaban los oscuros muebles. Y ella misma, vestida de un luto omnipresente. Pero su carácter dicharachero, a pesar de ser sexagenaria,  hacía que la convivencia fuese bien alegre.
            -Mira, Candela –decía señalando las imágenes-, tu tío Severino y yo al poco tiempo de casarnos, en el viaje que hicimos a Granada.
-Y aquí -sus dedos pasaban a otra fotografía-, mis padres con mis hermanos y mi hermana Candelaria, tu abuela. Por eso tú llevas su nombre.
Yo contemplaba aquella procesión de difuntos en silencio, sin decirle que ya los conocía a todos, porque comprendía que para ella formaban parte constante de su vida, aunque hiciera años que ya no se encontraran en el mundo de los vivos. Algunas veces la sorprendía hablándoles como si tal cosa y sin que mi presencia la intimidara. 
Su único objetivo aquellos días era cuidarme y se sentía muy feliz de mi obligada inmovilidad junto a ella. Siguiendo los consejos del médico, me trazó un plan de reposo diario, incluyendo menús que harían revivir a un muerto, dadas las inapreciables propiedades dietéticas que incluían. Dichos planes sólo se veían interrumpidos, los días que salían buenos, por breves paseos al sol entre calles y plazas del pueblo, a los que ella se veía forzada a acompañarme; pero como mi gusto por el caminar no era de su agrado, ni mi afición a la naturaleza tampoco, convinimos entre ambas que  las caminatas por los senderos montañosos que circundan la villa las daría yo sola, sin su compañía, y a diario, como parte del proyecto terapéutico de recuperación paulatina de mi salud.
He de decir que esto era lo que más me apetecía del hecho de vivir enclaustrada en los recuerdos de la casa de mi tía: poder salir a pasear, aunque fuera despacio, entre los caminos bordeados de  olivos que se alejaban del pueblo y sentir las fragancias de las  hierbas aromáticas, que hacían del aire que respiraba un auténtico paraíso de libertad.
Cada mañana, tras desayunar una tostada de pan con aceite casero y un tazón de leche con malta y azúcar, ayudaba en las pequeñas labores domésticas y después me despedía de ella y del recinto de paz saludable en que se había convertido mi nuevo hogar.
Necesitaba salir a la naturaleza tanto como el aire que mis pulmones reclamaban. Cada vez descubría un sendero distinto para alejarme de la población y,  poco a poco, el cuaderno de dibujo, que llevaba siempre conmigo, se llenaba de nuevas notas de color e iba tomando nuevos bríos. A mi regreso, mi tía ya tenía dispuesta la comida en la mesa, mientras yo le enseñaba mis bocetos. Un día era un apunte sobre un olivo caprichoso, otro los trazos sombreados del castillo o la majestuosa silueta de la iglesia con su campanario, vista en lontananza, que ella elogiaba al tiempo que me servía un plato de sopa de cocido, o de caldereta que había cocinado en la lumbre y que aderezaba siempre con los aromas de la hierbabuena y el comino porque sabía que eran de mi agrado.
-Niña, ¡no te habrás cansado! -me saludaba siempre a mi llegada.
Secretamente la tía Lucía observaba mis mejillas arreboladas tras los paseos y mi dicha con los dibujos que le iba desmenuzando pausadamente y que servían de pretexto para una conversación de sobremesa. Lugares por los que había pasado, paisanos a los que saludaba y parajes que yo no conocía y que ella sutilmente  me iba explicando. Notaba paulatinamente mi transformación y los beneficios que el aire puro de la sierra y el sol ejercían sobre mi organismo.
-¡Hala, Candela, la infusión antes de ir a echarte la siesta!- exclamaba al tiempo que sacaba de la lumbre la olla que contenía la magia de las esencias de la naturaleza.
Mi tía finalizaba la comida con la tisana de hierbas recogidas en el monte el verano anterior, y que necesariamente – según creía ella a pies juntillas-  influían en la recuperación de la salud: tomillo, romero, cantueso, diente de león, salvia, manzanilla… Todas ellas con extraordinarias virtudes y recetadas a diario por la curandera de la localidad, la señora Zulema, que era la que más sabía de pócimas y bebedizos y que, además, era su vecina dos puertas más abajo. Pasaban las tardes juntas, charlando y remendando sueños del pasado y mi tía se dejaba aconsejar por su sabiduría ancestral.
Mi auténtica pasión era la pintura, me encantaba plasmar la realidad como yo la percibía, claro que  aún estaba aprendiendo, pero no se me daban mal los dibujos a lápiz, plumilla y acuarelas. Había terminado el Bachillerato con buenas notas y  necesitaba practicar mucho porque mi secreta ilusión era estudiar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Por supuesto, cuando convenciera a mis padres y cuando mi salud ya estuviera del todo recuperada.
De ninguna de las maneras quería dedicarme al corte y confección como era el gusto de mi madre. Sí que es cierto que yo le diseñaba con mis lápices de colores los vestidos que luego ella cosía, no me suponía ningún esfuerzo y los hacía en un abrir y cerrar de ojos. A ella, como buena modista que era, le gustaba tener a mano bocetos para sus clientas, además de las revistas de moda que llegaban de París y que ojeaban, corte de tela en mano, antes de efectuar los encargos. Pero a mí ese mundo no me decía nada, me aburría tanto como las conversaciones que sobre moda se entablaban en mi casa, cada vez que alguna de las señoras pasaba a probarse: “esta temporada las sisas se llevan ranglán y los pespuntes sobrepuestos con hilo de diferente color al tejido”.
            Cuando mi tía se echaba la siesta y creía que yo también descansaba en mi habitación, cogía los lápices y repasaba, una y otra vez, los apuntes  de la mañana, retocando formas y colores hasta que quedaban como a mí me gustaban. Era mi rato secreto, sólo para mí, en el que imaginaba mi futuro de pintora, viajando a conocer los grandes museos y galerías famosas de toda Europa. Soñaba despierta hasta que oía las voces de las mujeres que se reunían a pasar la tarde con mi tía y me sacaban de mis ensoñaciones. Regresaba de mis viajes y bajaba a estar con ellas: Zulema, la curandera; María, que había trabajado en el campo; Aurora, comadrona; y mi tía Lucía, maestra republicana, represaliada en años posteriores.
            Se reunían todas junto a la lumbre o en el brasero de la mesa camilla con sus labores, yo me sentaba algo más separada y practicaba el retrato al carboncillo, que era lo que más trabajo me costaba. A veces me acercaba a ellas y sólo dibujaba una cara, o una mano de aquellas mujeres enlutadas, marcadas de arrugas como surcos torcidos en la tierra trabajada, huellas imborrables de la guerra vivida. Explicaban sus recuerdos del pasado como si hubieran sucedido anteayer. Ahora, el centro de su charla era mi persona, que si estaba delgaducha, que si ya tenía mejor color, o que si cuánto arte tenían mis pinturas, sabiendo que yo no perdía detalle de lo que comentaban, aunque estuviera enfrascada en mi trabajo. Pero no participaba en su conversación, las escuchaba y me sobrecogía al verlas a todas solas; viejas y fuertes a la vez, admiraba su entereza y sus silencios rotos por profundos suspiros. Como rotas habían sido sus vidas por la guerra civil.
 -El esparto y la tierra son duros - pensaba yo- al observarlas.
            Y así pasábamos el día hasta que se hacía la hora de la cena, escuchábamos un rato la novela de la radio, yo leía alguno de los libros de la estantería de mi tía y nos íbamos a dormir. Ese era el pan nuestro de cada día.
Una mañana me despertó a voces:
            -¡Candela, Candelita! ¡Asómate al balcón y verás algo nuevo!
Me levanté sobresaltada de la cálida cama y corrí hacia la ventana, el frío matinal me saludó con un látigo al pegar mi cara junto a los cristales. La noche había sido helada y un manto de nieve cubría todo el paisaje de tejados. A lo lejos las sierras habían desaparecido tras la espesa capa blanca y los olivos parecían siluetas fantasmales. El silencio y la quietud del aire me parecían mágicos. Hasta los pájaros habían enmudecido.
Bajé apresurada las escaleras con la intención de salir inmediatamente a la calle. Mi tía ya tenía preparado el desayuno.
-No seas loca, muchacha, primero come, podrás salir cuando te hayas abrigado bien con leotardos y botas de goma. No se va a fundir la nieve porque tardes un rato en vestirte como dios manda. Hace mucho frío.
A pesar de mis dieciocho años, siempre me trataba como a una chiquilla. Hice caso a sus recomendaciones, cogí mi bolsa con los bártulos de dibujo y el cojín que siempre llevaba conmigo y me marché pensando que debía  parecer un fardo andante, más que una persona.
Fui subiendo lentamente por el Camino de las Nogueras. Quería disfrutar del blanco paisaje desde la altura y asomarme al elevado balcón sobre el pueblo. Caminaba despacio por el exceso de ropa y por  la dificultad añadida de que mis pies se hundieran en la nieve, y a ratos me paraba para que mi respiración se acompasase. Entonces fue cuando lo vi. Una extraña figura negra, que parecía sacada de las páginas de algún libro de misterio, iba por delante de mí y llevaba la misma dirección que yo.
Vestía con abrigo, bufanda y mascota calada a la cabeza. Todo él oscuro. No sabía quién era, ya que nunca antes lo había visto por los alrededores. Llevaba un ramo, me parecía, en una de sus manos. Sus andares eran nerviosos y bien rápidos, y al poco desapareció de mi vista entre las curvas del camino. Pensé que su figura era algo extravagante para el lugar en el que me hallaba.
Cuando por fin llegué a lo más alto del cerro, saqué mi cuaderno del zurrón que llevaba colgando del brazo, e impresionada por la sorprendente miniatura de Cabra allá abajo vestida de blanco, me senté sobre el cojín en una roca, dispuesta a plasmar semejante maravilla.
Me había quitado los guantes, llevaba un rato trabajando y gozando de la panorámica, cuando de nuevo apareció aquel hombre ante mi vista. Se había acercado al borde del barranco en un extremo, y estaba lanzando las flores de una en una. Me dio la total impresión de hallarme frente a un alma en pena. No creía conocerlo y me resultaba un personaje misterioso
Él se giró, entonces me vio e  hizo un gesto de asombro.
-¡Buenos días, señorita, disculpe mi intromisión, no la había visto!- Me saludó educadamente llevándose una mano a su sombrero.
-¡Buenos días, y bien fríos, caballero! - le contesté yo-, arrebujándome entre mi mantilla.
Se acercó hacia donde yo estaba sentada y se presentó.
-Me llamo Julio Enrique Cerdá -dijo tendiéndome su mano-, mucho gusto. Soy médico y un gran apasionado de la fotografía.
-El gusto es mío. Soy Candela Mendoza,  y vivo en Cabra, en la casa de mi tía Lucía Carrillo por una temporada. Mi pasión, como usted mismo puede comprobar, es la pintura -dije mostrándole  mi cuaderno.
Yo no era muy dada a las palabras, ni al trato social, así que le permití que se sentara cerca mientras yo continuaba dibujando y él me iba relatando a grandes trazos su vida. Tenía casa en el pueblo, herencia de sus abuelos en la calle de la Palma y  siempre venía en estas fechas porque conmemoraba la muerte de su esposa, que había sucedido en este lugar, hacía ya tres años. No trabajaba por el momento y repartía su tiempo entre Cabra y la casa de sus padres que se hallaba en Alicante. También viajaba mucho. Sofía, su difunta mujer, aunque de origen germánico, era de Granada, allí se conocieron cuando él estudiaba la carrera de medicina y se casaron muy jóvenes. Se establecieron en el pueblo cuando terminó sus estudios, al ocupar la plaza de médico, que estaba vacante. Pero la dicha apenas duró tres años, ya que ella sufrió un accidente al poco tiempo y murió. Él no podía olvidarla y desde entonces estaba deshecho y su vida carecía de sentido.
Lo miraba de reojo mientras hablaba y veía la tristeza reflejada en su rostro. Parecía un peregrino que viniera a la búsqueda de un amor perdido. Sus ojos verdes le conferían un aire desvalido al tiempo que enigmático. Su cara alargada y blanca estaba rematada por una fina perilla en el extremo inferior, sus cabellos rizados caían sobre la frente. Todo su cuerpo, a pesar del grueso abrigo que llevaba, se veía delgado y nervioso. No paraba de mover las manos cuando hablaba y parecía una persona sometida a un gran pesar. Me conmovió su tono desdichado. Ya no me miraba apenas, seguía deshilvanando su vida y decidí hacer un breve apunte de su cara, que me resultaba muy atractiva.
-¿Qué significan las flores que ha lanzado? –me atreví a preguntarle.
-Son en recuerdo de mi esposa, una ofrenda para ella, que se precipitó por el barranco, hace ya algún tiempo. Desde entonces mis nervios no son lo que eran, a veces creo que aún está junto a mí, pero otras…
Se quedó mudo, paralizado y como ensimismado mirando al vacío. Sus ojos se inundaban de lágrimas y giré mi vista hacia otro lado.
Me dispuse a recoger mis pertenencias y a realizar el camino de vuelta. Me pidió permiso para acompañarme de regreso a casa y se lo di, pensando que nunca había conocido a nadie que emanara tanta tristeza.
Intenté hablar de otros temas con la esperanza de sacarlo del mutismo en el que se había refugiado. Todos mis intentos fueron vanos. Le hablé de mis cosas: de mi enfermedad y mis paseos, de mi deseo de convertirme en una célebre pintora, de la gente del pueblo, del trabajo del esparto, de las mujeres de luto, de la riqueza y la pobreza en esta herida España nuestra, pero su mirada era huidiza y creía que no me atendía.
Nos despedimos a la puerta de mi casa y me dijo que le había hecho mucho bien la charla, le había distraído y me lo agradecía y que si no me importaba podríamos dar juntos los paseos matinales.
Y en eso quedamos, pasaría a recogerme al día siguiente, a las diez y media de la mañana.
Entré en la casa sintiendo revolotear mariposas en mi estómago. No había duda de que tenía alma de caballero. Y el suyo sí que era un “amor constante más allá de la muerte” como decían los versos de Quevedo, que tanto me gustaban.
-¡Niña! ¡Seguro que has cogido frío! ¡Has estado demasiado tiempo fuera con la que cae hoy! -me saludó mi tía nada más oírme.
-Pero tía, ha salido un sol espléndido y la nieve no llegará a mañana -le contesté desde la entrada- mientras me quitaba capas y más capas de ropa como si fuera una cebolla escarchada.
Sentadas junto a la lumbre le conté la nueva amistad que había hecho y le mostré su retrato.
            -Ya sé quién es tu caballero. El nieto de don Arturo Cerdá, el fotógrafo, como se le llamaba entonces por el pueblo. Yo no lo conocí personalmente, pero todo el mundo sabe que se trataba de un ilustrado señor. Un auténtico artista adelantado a su época. Retrataba a las personas del pueblo en sus trabajos cotidianos, haciendo ramal y majando esparto, y también en  las fiestas, pero sin nada de poses, interesado por captar la naturalidad del momento, la luz, la vida y componiendo verdaderos cuadros impresionistas.
            Dicen que don Julio no anda bien de la salud, me refiero a la salud mental, hija, así que ¡ándate con ojo!, Zulema sabe más que yo de chismes, a la tarde le preguntas y ahora ¡a comer!
            La tarde me pasó en un suspiro, estuve trabajando en el apunte de mi nuevo amigo e intentando mostrar el brillo que yo veía en sus ojos. Yo nada sabía del amor, era muy joven todavía, únicamente conocía los literarios. Los amores prohibidos por adúlteros de la literatura del S. XIX. La Regenta, Madame Bovary y Anna Karenina eran mis referencias, y ellas no lo pasaron muy bien dejándose arrastrar por la pasión amorosa.
            Cuando llegaron las mujeres con sus pañuelos a la cabeza, anudados bajo el cuello y las bolsas de la labor en la mano, ya tenía listo el retrato para mostrárselo.
            -¿Saben de quién se trata?- pregunté cuando se hubieron sentado.
            -¡No puede ser! –exclamó Zulema-, lo he visto esta mañana y está tal cual.
            -Claro que sí, muchacha, tienes buena mano. Es el señorito Julio -afirmó Aurora- Pero anda mal, el pobrecillo, desde que murió su esposa. ¡Dios la tenga en su gloria!
            -Yo ya había sacado mi bloc. Había lanzado el cebo y  me disponía a escucharlas.
            -Sí, aquel trágico accidente. Se cayó desde lo alto del barranco. La encontró cuando salió a buscarla, al ver que era tarde y no regresaba –continuó Aurora-. Y fueron necesarios muchos esfuerzos para recuperar su cuerpo. No se pudo hacer nada.
            -Desde entonces está trastornado –siguió contando Zulema-. Su sistema nervioso se alteró profundamente y pasa largas temporadas ingresado, sometido a tratamientos. Al parecer, su mente no acepta la muerte de su esposa y sigue viviendo para ella, creyendo que aún continúa viva. Crisis de ausencias, lo llaman. Hay temporadas en que está mejor y otras en que debe estar hospitalizado. Desde luego se ve imposibilitado para su trabajo.
-Enfermo de amor -corroboraron todas-,  loco de amor, -oí que  murmuraban.
-Pues ahora será mi compañero de paseos -les aseguré-. Lo he conocido esta mañana. Y que conste que yo no lo he visto tan loco.
Ya no quería saber, ni que me explicaran nada más. No quería tener prejuicios. Recogí mis enseres y subí a leer un rato, tras despedirme de todas ellas.
A la mañana siguiente, el día amaneció limpio y soleado, el cielo brillaba azul, sin una nube. Me levanté pronto para ayudar a mi tía y desayunar.
-Candela, hija, no me hace mucha gracia que te vayas tú sola con don Julio.
-Pero, ¡tía! Si no pasa nada. ¿Quiere hacer de carabina? Es todo un caballero.
-No sé, Candela, pienso que si no se encuentra bien… Me da un poco de miedo.
-No diga bobadas, tía, cuando venga se lo presentaré y verá cómo le desaparecen sus temores de inmediato.
A las diez y media en punto, sonaron unos golpes en la puerta, mi tía Lucía salió a recibirlo, mientras yo me ponía el abrigo y el gorro.
Les oí saludarse y hablar de conocidos comunes, haciéndose un breve resumen genealógico, como siempre pasa en los pueblos. Los dejé a su aire.
Cuando llegué al portal, la cara de Julio se transformó. Era la primera vez que lo veía sonreír. La luz de sus ojos brillaba mágica. Y las mariposas siguieron revoloteando.
-No lleguéis muy tarde y procura no fatigarte, hija -se despedía  mi tía.
-No te preocupes -le dije, dándole dos besos en las mejillas.
Aunque el día estaba limpio, el aire serrano era frío y la nieve aún no había desaparecido en las cumbres.
-¿Hacia dónde vamos? -le pregunté a mi acompañante.
-He pensado que si le parece bien, podríamos tutearnos.
-¡Claro que sí! -Ya estaba harta de tanta formalidad y así se lo dije. No tenía costumbre de emplear tratamientos de cortesía, excepto con los desconocidos y las personas mayores a las que debía un respeto.
-Pues he preparado algo novedoso si te parece bien. Miguel, el taxista, nos acercará hasta “Los llanos de la estación” en su coche y desde allí seguiremos caminando, así seguro que no te fatigarás.
Me pareció una agradable sorpresa por ser una propuesta diferente a lo que yo hacía cada día, ya que nunca podía desplazarme tan lejos. Y así lo hicimos. Cuando el coche nos dejó en la altiplanicie, la vista era impresionante y maravillosa. Detrás de la cortijada de “Hidalgo” aparecía imponente y deslumbrante Sierra Nevada, haciendo honor a su nombre. La panorámica era de tal belleza que inmediatamente quise plasmarla en mi bloc de apuntes.
El Julio que me acompañaba, solícito y cortés no tenía nada que ver con la persona triste y pesarosa que había conocido el día anterior. Hoy estaba pletórico y radiante. Empezó a hablarme de su familia paterna.
-Mi tío abuelo trabajó en la construcción del ferrocarril a finales del S.XIX y por eso acudió aquí su hermano, mi abuelo, que ya no se marcharía más de este lugar. Tengo que enseñarte sus fotografías, sé que te encantarán puesto que son auténticas obras de arte. Yo también soy un aficionado, pero después de conocer el trabajo de mi abuelo, he de admitir que las mías no le llegan ni a la suela de sus zapatos. Está claro que no tengo su arte, ni su mirada sobre las cosas, él les sacaba el alma, yo apenas si las veo. Creo que no eran sus ojos el órgano con el que miraba a su entorno, sino el corazón.
Yo lo escuchaba, como siempre, sin decir palabra y absorta en los trazos de la silueta  majestuosa de Sierra Nevada, sólo era un breve apunte, el resto lo guardaba en mi retina para desarrollarlo más tarde. Realmente la panorámica me hacía sentir tremendamente pequeña e insignificante.
Continuamos la excursión caminando hasta la estación. Allí nos esperaba Miguel para llevarnos de regreso a Cabra. ¡Cómo me impresionaba el magnífico paisaje montañoso! Estaba disfrutando y en ese estado de ánimo llegué a casa de mi tía: encantadísima. Nos despedimos Julio y yo hasta la mañana siguiente.
Comimos y subí a mi habitación a seguir trabajando en el paisaje y a pensar en las emociones que me había deparado la mañana, sin querer profundizar en otros sentimientos.
Cuando oí las voces de las tertulianas, me acerqué a saludarlas con mi dibujo bajo el brazo. Ya estaban todas enfrascadas en sus labores.
-Cuéntanos, Candelita ¿dónde has ido de paseo? –me preguntaron al unísono.
Ya lo sabían perfectamente por mi tía, pero esa era otra característica de aquellas mujeres, no darse por enteradas hasta que la explicación no la diera la interesada.
-He estado en la estación y ésta es la panorámica que he realizado antes de llegar.
Les mostré el dibujo y ya tuvieron tema de conversación para toda la tarde: la virgen de la Aurora, las fiestas de los estacioneros, la ermita y la procesión…Se enfrascaron en sus recuerdos de las gentes de los cortijos, del éxodo incesante de sus habitantes y dónde había ido a parar cada uno de ellos.
A la mañana siguiente me dispuse a esperar a Julio, llegó puntual, mi tía salió a saludar y le despidió con un: ¡Cuídemela mucho!
La nieve había desaparecido en el pueblo, sólo las cumbres de las sierras seguían blancas. Nos miramos y nos sonreímos, ya parecíamos viejos amigos que se tienen total confianza.
-Hoy he pensado que podíamos subir hasta el cerro de San Juan, al castillo ¿Qué te parece?
-¡Estupendo! -contesté tomándole del brazo-.
Atravesamos el pueblo como dos enamorados -pensaba yo. Julio cargaba con mi bolsa de útiles de pintura. Yo charlaba de los nombres de las calles, me gustaban las que tenían un significado preciso, como la de mi tía, Cantarranas, y también las de: Huertas, Parras, Río, Chorrillo, nombres comunes y sencillos, que todo el mundo podía reconocer e identificar.
Julio andaba serio, como ausente. Le pregunté si se encontraba bien  y qué le pasaba. Me respondió que el paseo le aliviaría de la presión que sentía en la cabeza, que no le dejaba descansar.
-Si quieres nos volvemos -le dije preocupada.
-Sí, pero no a casa, vayamos hacia el Camino de las Nogueras, he de saber qué sucede.
-¿Qué sucede? ¿A qué te refieres?
No me contestó, pero tampoco me atreví a desairarle, lo notaba lejano y perdido. Serán los recuerdos -pensé-  que de nuevo lo asaltan.
Llegué fatigada a lo más alto y me senté en una roca. Me costaba respirar y lo hacía de manera ruidosa y entrecortada. Su negra figura me seguía resultando más enigmática que nunca.
-He de confesarlo todo –me dijo. No puedo seguir viviendo así.
 Pero no se dirigía a mí, hablaba para sí. En esos momentos yo no existía, era invisible a su mirada. No estaba asustada, confiaba plenamente en él, sabía que necesitaba desahogarse, sacar lo que le atormentaba.
-No descansará en paz, ni yo tampoco –balbuceó nervioso. Ahora lo comprendo.
Se acercó al borde, donde supuestamente se había precipitado su mujer.
-¡Lo siento, Sofía! –aullaba- ¡No debí hacerlo! Pero no podía soportar la idea de que me abandonaras.
Me miró fijamente, me sonrió con tristeza y  se lanzó al vacío tras su amada.
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Muchos años más tarde, cuando ya era una reconocida pintora, expusieron parte de mis cuadros en La Casa de Cultura del pueblo. Me hubiera gustado que mi tía Lucía y sus amigas me acompañaran, se hubieran sentido orgullosas de mí. Recordé a mi amigo Julio Enrique, por quien poco hice en su momento, pero él sí lo hizo por mí: iniciarme en el conocimiento de la maravillosa obra de su abuelo, don Arturo Cerdá y Rico.