lunes, 25 de noviembre de 2019

Cosiendo tus palabras en mi corazón


Nos encontramos mi amiga Eva y yo en Alicante, en un lugar mágico lleno de libros, cuentos, historias y, cómo no, de palabras. Las nuestras, sobre todo, porque hacía mucho tiempo que no nos veíamos y que no estábamos juntas. Vivir cada una en una isla parece que implique mucho mar y más distancia todavía.
Era una librería grande, muy cálida y acogedora, con una gran sala para proyecciones, ponencias, club de lectura y presentaciones. También sitios cómodos para leer o tomar un café o ambas cosas a la vez. Fue entrar allí y encontrarme a gusto, en mi lugar. Seguro que llevaba mucho tiempo esperándome. Me hizo recordar mi trabajo en la editorial de Fernando Torres en Valencia, cuando lo compaginaba con mis estudios en la facultad.
En el sector de los libros infantiles, abierto a un patio tras un gran ventanal, los cuentos se ubicaban a la altura de los más pequeños. Mirábamos entusiasmadas los títulos, pensando en nuestros nietos, cuando una voz masculina, procedente del otro lado de la sala nos sorprendió:
–Si las puedo ayudar...
A lo que rápidamente contesté yo:
–Mi amiga es profesora de Educación infantil. No será necesario. Muchas gracias.
Fui un poco borde y maleducada, lo reconozco, pero no quería que se rompiera nuestro hechizo. Éramos hadas, magas, brujas y el bosque de cuentos, nuestra guarida. Habíamos regresado a nuestra particular selva guatemalteca, la que nos unió para siempre a ambas como cooperantes y camaradas. De eso ya hace tanto tiempo...
Mi amiga puso cara de estar molesta.
El caballero reiteró solícito sus ganas de ayudarnos, pero nosotras seguimos a lo nuestro, ensimismadas, sin hacerle ningún caso. Es más, yo pensé que se trataba de un dependiente, o bien el librero, con muchas ganas de vender.
Eva me aconsejaba y me explicaba que si este sí, el otro no. Y se acercó de nuevo aquel señor con un libro en la mano.
–Aprovecho para recomendarles esta joya de la literatura infantil.
Lo ojeé y vi que el texto trataba del juego de inventar palabras.
–¡Ah! Es del estilo de Gianni Rodari. No me interesa –dije en mi papel de incorregible estúpida–. Con mi nieta ya lo hago. Busco un cuento que cuente una historia. Vega tiene tres años...
Y así empezó todo. Nos pusimos a charlar y a recordar todos los cuentos que les leíamos a nuestros hijos hace más de treinta años. Y me enamoré de sus palabras, de su buen hacer tan educado y de su extensa sabiduría. No le pude explicar que yo no sé nada de literatura infantil. Que lo mío, como enseñante, habían sido las lecturas  de Roald Dahl y las de Manolito Gafotas. Las aventuras de Flanagan y Julio Verne, a veces.
No le pude explicar nada. Ni que vivo en Sóller ni que toda mi vida he trabajado con jóvenes a los que he intentado inocular el virus de la lectura. Que me encantaba ser maestra y bloguera educativa y las nuevas tecnologías. Que nos aprendimos de memoria todas las canciones y poemas infantiles de Federico García Lorca y más adelante los versos de Machado, que cantaba Serrat, ni que representábamos en grupo “La princesa está triste”…. Nada de nada.  Ni que me gusta coser y descoser palabras en el papel y que soy una gran lectora que acumula múltiples vidas –todas las leídas– a sus espaldas. Ni siquiera nos presentamos. No hablamos de novela negra ni de qué nos parecía el último premio de narrativa.
Porque así son los amores utópicos, se te escurren de los labios antes de tener tiempo a decir: me gustan tu voz y tu amabilidad y que me expliques adivinanzas que nunca acierto y trabalenguas que me traban el corazón y que me desees risas y abrazos a capazos, y que me recomiendes muchos, muchos cuentos.
Mientras, yo los iré escribiendo.
Infinitas gracias.