Sus hijos pensaban que estaba mal de la cabeza. Que poseía el
síndrome de Diógenes. No se lo consentían, pero a él no le importaban sus
exabruptos.
Coleccionaba pequeños objetos que la gente perdía por las
calles, con especial predilección por las gomas elásticas. Era como un
imán que las atraía: gomas de pelo, coleteros, cierres de colores y de rayas,
sujetapapeles, botones… Siempre que viajaba, encontraba esas cosas sin valor,
se agachaba y las recogía con una sonrisa, como si estuvieran esperándole. Los
recuerdos de sus viajes se ceñían a esas pequeñas naderías, que iba encontrando
por los lugares donde pasaba.
Con los desechos que el mar arrojaba a la playa, tras una fuerte resaca,
hacía una interesante selección que le llevaba días y confeccionaba móviles con
ramas secas de árboles y formas retorcidas de metal o de cerámica pulida por la
erosión.
Otras veces eran zapatitos perdidos de bebés o gorras o
sombrillas. Cuando no se daba cuenta, sus hijos le tiraban todos sus tesoros a la basura. Y empezaba de nuevo incansable…
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