Llovía tanto y tanto que me pilló totalmente desprevenida. Una
gota fría como lo llaman ahora. La cuestión es que el perro tuvo que abandonar
su espacio vital -el patio- y cobijarse en una cesta en el interior de la
cocina. ¡Menos mal que mi chucho es pequeño!
Pasó mi vecina de urbanización, la Pili, a tomarse un café
conmigo porque debía de estar aburrida, dejándome tras de sí el suelo inundado
y me dijo:
-Esto no es plan, Mari,
el Tito, no puede quedarse aquí dentro, no es nada, pero nada
profiláctico.
A mí, personalmente,
la higiene me la trae al pairo. No quise replicarle y la dejé parlotear sobre
las cien mil enfermedades que podría acarrearme. La Pili se hace la fina
conmigo y me estaba poniendo mala malísima de escucharla, tanto taladrarme, así
que la despaché sin miramientos.
Mi Tito es mucho Tito, es el perro más borde que conozco, y
no está bien que yo lo diga, pero procede de una familia desestructurada y lo
encontraron los funcionarios de la perrera solo y vagando por las calles. De
ahí su extraña afición a irse de pendoneo y escaparse a la mínima que te
descuidas.
La cosa es que con tanta lluvia, aunque la casa se me caía
encima, yo estaba que me subía por las paredes, y para más inri, la novela esa
del Cela que me había encontrado, me estaba poniendo de los nervios y el Tito
que no paraba de lloriquear, así que se me fue la pinza, le abrí la puerta de
la calle, y a pesar de que caían chuzos de punta, le ordené: ¡aire, a
ventilarse tocan!
Nunca más regresaron a
mi casa a darme la murga, ni el Tito ni la Pili.
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