Confianza
Aquellos atardeceres rojos eran un embrujo para sus sentidos, la hechizaban, la hacían sentirse parte de aquel impresionante paisaje que la rodeaba y dejaba sin habla, como una mota de arena de aquel infinito desierto. Ninguna de sus tareas como cooperante de Naciones Unidas, experta en extremo Oriente, la hacían sentirse mejor que la contemplación de la retirada del sol cada atardecer, cuando una difuminada luz de colores indescriptibles iba dando paso a la limpia oscuridad de aquellos cielos estrellados. Era su momento mágico de comunión con la naturaleza, en el que percibía que a pesar de la inmediatez de la vida y de todos sus pesares, algo muy grande la embargaba. Era entonces, y solo entonces, cuando pensaba que no todo estaba perdido en el mundo actual y que entre los millones de personas de buen corazón se podía contribuir a mejorar las condiciones de vida de los países necesitados. Era una exigencia natural y la fuerza de la naturaleza se lo merecía. Su confianza en la humanidad la susurraba a los cuatro vientos.
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