martes, 22 de noviembre de 2011

Páginas en blanco


La libreta estaba abandonada sobre una mesa del casino. A su lado, los diarios doblados de cualquier manera. Miró a su alrededor por si acaso su dueño se encontraba cerca. La cogió entre sus manos, era muy cálida y agradable al tacto. La tapa poseía bellos dibujos en forma de arabescos y se cerraba con un imán. Se enamoró de ella inmediatamente. La hojeó, en su interior solo un nombre. El de su propietario -pensó-, junto a un teléfono. El resto de  páginas de color crema estaba en blanco. Parecía que la estuvieran esperando. La guardó en el bolsillo de su chaqueta y salió del local tras haber abonado el café a Remigio, el camarero.
A Lucrecia le gustaba escribir, tenía montones de relatos y cuentos desperdigados en múltiples cuadernos, pero nunca había visto un ejemplar como el que celosamente apretaba junto a su cuerpo.
-Será para algo especial -elucubraba- guardaré en ella rayos de sol, que me suavicen el invierno. Ilusiones, palabras de amor, sueños y deseos, para cuando la vida me venga mal dada. Así, cuando la abra, la magia de su contenido inundará mi existencia. No puede ser de otra manera –se justificaba-. Además, ¿quién puede ser tan necio como para olvidar tan precioso objeto?
Conocía la respuesta y entablaba una discusión consigo misma, mientras seguía caminando por la calle, ajena a todo lo que no fueran sus propios pensamientos.
-Bueno, está bien, sí que sé el nombre de su propietario. Pero, ¿acaso merece más que yo este cuaderno? Seguía sopesando los pros y los contras, pues no lo veía claro. Le telefonearé, le diré que lo he encontrado, que ahora es mío y asunto acabado.
Lucrecia se sentó en un banco del jardín próximo a su vivienda y extrajo el precioso hallazgo como si fuera un tesoro. Acariciaba su cubierta de seda pintada con relieves adamascados que parecían brillantes cristales de calidoscopio, que elaboraran para ella secretas figuras geométricas.
El corazón acelerado de Lucrecia retumbaba en su pecho cuando oyó el timbre del auricular anunciando su llamada. Uno…Dos…Tres…Que no esté, por favor, que no esté…
-¿Diga? –respondió una voz de sirvienta.
-Sí, verá ¿está el Sr. Fernando de Montalbano?
-¿De parte de quién?
-Soy Lucrecia Grandes. Él no me conoce.
-¡Ah! Bueno…Pues verá el pésame a la familia no será en su domicilio, sino en la Iglesia de San Bartolomé, mañana a las siete de la tarde, tras el funeral.
-¿Cómo dice? ¿Ha fallecido el señor Montalbano? ¿Cuándo?
-Sí, señorita. En el día de ayer. Tras una larga enfermedad. Ya le he comunicado la hora de las exequias. Pensé que llamaba por ese motivo.
-Lo siento mucho. Gracias. Muy amable.
Lucrecia colgó el teléfono. Su alegría por el hallazgo se había desvanecido. Ahora no entendía nada. Un cuaderno todavía por estrenar y su propietario ya no existía. El azar lo puso en su camino y su debate había finalizado sin  tan siquiera haberse iniciado. Múltiples preguntas sin respuesta se amontonaban en su mente. ¿Qué hacía el cuaderno en su mesa de costumbre? ¿Quién lo había abandonado en dicho lugar? ¿Quién habría decidido que fuera ella su heredera?
Se sentía mal, intranquila, pensando que nadie se cruza en la vida por azar, al 
tiempo que una gran responsabilidad se iba adueñando de su persona. La de llenarlo con las palabras que ya había imaginado y que su dueño, Fernando de Montalbano, no tendría jamás la dicha de gozar.

4 comentarios:

  1. Afortunada esta Lucrecia que recibe tan buenas herencias del azar. Me ha gustado mucho, Mag. Gracias

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  2. Yo creo que no hubiera llamado.Lo guardaría e iría imaginándome todos los personajes que lo podrían haber dejado ahí.Pero es muy difícil resitirse a un número de teléfono.Sí, hubiera llamado también y el desenlace lo has escrito tú de una manera magistral.Me encanta.
    mariajosebana

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