La
libreta estaba abandonada sobre una mesa del casino. A su lado, los diarios
doblados de cualquier manera. Miró a su alrededor por si acaso su dueño se
encontraba cerca. La cogió entre sus manos, era muy cálida y agradable al
tacto. La tapa poseía bellos dibujos en forma de arabescos y se cerraba con un
imán. Se enamoró de ella inmediatamente. La hojeó, en su interior solo un
nombre. El de su propietario -pensó-, junto a un teléfono. El resto de páginas de color crema estaba en blanco. Parecía
que la estuvieran esperando. La guardó en el bolsillo de su chaqueta y salió
del local tras haber abonado el café a Remigio, el camarero.
A
Lucrecia le gustaba escribir, tenía montones de relatos y cuentos desperdigados
en múltiples cuadernos, pero nunca había visto un ejemplar como el que
celosamente apretaba junto a su cuerpo.
-Será para algo especial -elucubraba- guardaré en ella rayos de sol, que me
suavicen el invierno. Ilusiones, palabras de amor, sueños y deseos, para cuando
la vida me venga mal dada. Así, cuando la abra, la magia de su contenido
inundará mi existencia. No puede ser
de otra manera –se justificaba-. Además,
¿quién puede ser tan necio como para olvidar tan precioso objeto?
Conocía
la respuesta y entablaba una discusión consigo misma, mientras seguía caminando
por la calle, ajena a todo lo que no fueran sus propios pensamientos.
-Bueno, está bien, sí que sé el nombre de su
propietario. Pero, ¿acaso merece más que yo este cuaderno? Seguía sopesando
los pros y los contras, pues no lo veía claro. Le telefonearé, le diré que lo he encontrado, que ahora es mío y asunto
acabado.
Lucrecia
se sentó en un banco del jardín próximo a su vivienda y extrajo el precioso
hallazgo como si fuera un tesoro. Acariciaba su cubierta de seda pintada con
relieves adamascados que parecían brillantes cristales de calidoscopio, que
elaboraran para ella secretas figuras geométricas.
El
corazón acelerado de Lucrecia retumbaba en su pecho cuando oyó el timbre del
auricular anunciando su llamada. Uno…Dos…Tres…Que no esté, por favor, que no esté…
-¿Diga?
–respondió una voz de sirvienta.
-Sí, verá ¿está el Sr. Fernando de Montalbano?
-¿De
parte de quién?
-Soy Lucrecia Grandes. Él no me conoce.
-¡Ah!
Bueno…Pues verá el pésame a la familia no será en su domicilio, sino en la
Iglesia de San Bartolomé, mañana a las siete de la tarde, tras el funeral.
-¿Cómo dice? ¿Ha
fallecido el señor Montalbano? ¿Cuándo?
-Sí,
señorita. En el día de ayer. Tras una larga enfermedad. Ya le he comunicado la
hora de las exequias. Pensé que llamaba por ese motivo.
-Lo siento mucho.
Gracias. Muy amable.
Lucrecia
colgó el teléfono. Su alegría por el hallazgo se había desvanecido. Ahora no
entendía nada. Un cuaderno todavía por estrenar y su propietario ya no existía.
El azar lo puso en su camino y su debate había finalizado sin tan siquiera haberse iniciado. Múltiples
preguntas sin respuesta se amontonaban en su mente. ¿Qué hacía el cuaderno en su mesa de costumbre? ¿Quién lo había
abandonado en dicho lugar? ¿Quién habría decidido que fuera ella su heredera?
Se sentía mal, intranquila, pensando que nadie se
cruza en la vida por azar, al tiempo que una gran responsabilidad se iba adueñando de su persona. La de llenarlo con las palabras que ya había imaginado y que su dueño, Fernando de Montalbano, no tendría jamás la dicha de gozar.
Afortunada esta Lucrecia que recibe tan buenas herencias del azar. Me ha gustado mucho, Mag. Gracias
ResponderEliminarGenial, me ha encantado.
ResponderEliminarYo creo que no hubiera llamado.Lo guardaría e iría imaginándome todos los personajes que lo podrían haber dejado ahí.Pero es muy difícil resitirse a un número de teléfono.Sí, hubiera llamado también y el desenlace lo has escrito tú de una manera magistral.Me encanta.
ResponderEliminarmariajosebana
Gracias, amigas.
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