Nos
encontramos mi amiga Eva y yo en Alicante, en un lugar mágico lleno de libros,
cuentos, historias y, cómo no, de palabras. Las nuestras, sobre todo, porque
hacía mucho tiempo que no nos veíamos y que no estábamos juntas. Vivir cada una
en una isla parece que implique mucho mar y más distancia todavía.
Era
una librería grande, muy cálida y acogedora, con una gran sala para
proyecciones, ponencias, club de lectura y presentaciones. También sitios
cómodos para leer o tomar un café o ambas cosas a la vez. Fue entrar allí y
encontrarme a gusto, en mi lugar. Seguro que llevaba mucho tiempo esperándome. Me
hizo recordar mi trabajo en la editorial de Fernando Torres en Valencia, cuando
lo compaginaba con mis estudios en la facultad.
En
el sector de los libros infantiles, abierto a un patio tras un gran ventanal, los
cuentos se ubicaban a la altura de los más pequeños. Mirábamos entusiasmadas
los títulos, pensando en nuestros nietos, cuando una voz masculina, procedente
del otro lado de la sala nos sorprendió:
–Si
las puedo ayudar...
A
lo que rápidamente contesté yo:
–Mi
amiga es profesora de Educación infantil. No será necesario. Muchas gracias.
Fui
un poco borde y maleducada, lo reconozco, pero no quería que se rompiera
nuestro hechizo. Éramos hadas, magas, brujas y el bosque de cuentos, nuestra
guarida. Habíamos regresado a nuestra particular selva guatemalteca, la que nos
unió para siempre a ambas como cooperantes y camaradas. De eso ya hace tanto
tiempo...
Mi
amiga puso cara de estar molesta.
El
caballero reiteró solícito sus ganas de ayudarnos, pero nosotras seguimos a lo
nuestro, ensimismadas, sin hacerle ningún caso. Es más, yo pensé que se trataba
de un dependiente, o bien el librero, con muchas ganas de vender.
Eva
me aconsejaba y me explicaba que si este sí, el otro no. Y se acercó de nuevo
aquel señor con un libro en la mano.
–Aprovecho
para recomendarles esta joya de la literatura infantil.
Lo
ojeé y vi que el texto trataba del juego de inventar palabras.
–¡Ah!
Es del estilo de Gianni Rodari. No me interesa –dije en mi papel de
incorregible estúpida–. Con mi nieta ya lo hago. Busco un cuento que cuente una
historia. Vega tiene tres años...
Y
así empezó todo. Nos pusimos a charlar y a recordar todos los cuentos que les
leíamos a nuestros hijos hace más de treinta años. Y me enamoré de sus
palabras, de su buen hacer tan educado y de su extensa sabiduría. No le pude
explicar que yo no sé nada de literatura infantil. Que lo mío, como enseñante,
habían sido las lecturas de Roald Dahl y las de Manolito
Gafotas. Las aventuras de Flanagan y Julio Verne, a veces.
No
le pude explicar nada. Ni que vivo en Sóller ni que toda mi vida he trabajado
con jóvenes a los que he intentado inocular el virus de la lectura. Que me
encantaba ser maestra y bloguera educativa y las nuevas tecnologías. Que nos aprendimos
de memoria todas las canciones y poemas infantiles de Federico García Lorca y
más adelante los versos de Machado, que cantaba Serrat, ni que representábamos en
grupo “La princesa está triste”…. Nada de nada. Ni que me gusta coser y descoser palabras en
el papel y que soy una gran lectora que acumula múltiples vidas –todas las
leídas– a sus espaldas. Ni siquiera nos presentamos. No hablamos de novela
negra ni de qué nos parecía el último premio de narrativa.
Porque
así son los amores utópicos, se te escurren de los labios antes de tener tiempo
a decir: me gustan tu voz y tu amabilidad y que me expliques adivinanzas que
nunca acierto y trabalenguas que me traban el corazón y que me desees risas y
abrazos a capazos, y que me recomiendes muchos, muchos cuentos.
Mientras,
yo los iré escribiendo.
Infinitas
gracias.
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