Las
tardes de invierno se hacen muy largas en este lugar tan mágico donde vivo. Sí,
es una pequeña aldea y hay pocas cosas que hacer si no te desplazas a la
ciudad. Por eso, quedamos con unos cuantos amigos en vernos en mi casa el primer
sábado de cada mes, y así lo tenemos establecido. Nos sentamos alrededor de la
gran mesa de la cocina, mientras tomamos un chocolate caliente con cualquier
dulce que haya preparado para acompañarlo. Soy una excelente repostera y
cocinera. La chimenea está encendida y sencillamente charlamos, mientras en el
exterior oscurece; ellos a sus cosas: que si los huertos y los naranjos, el
país y la economía… y nosotras a las
nuestras: novedades, libros, películas… Me siento muy feliz.
Últimamente
nos ha dado por jugar al “diccionario” con nuestras definiciones de pacotilla que
simulan las de la real academia de la lengua. Nos morimos de la risa y vamos a
muerte a ver quién gana y consigue proclamarse vencedor al engañar a sus
adversarios. Tenemos mucho quorum y
nos divertimos tanto, que nuestras risas atraen a los más jóvenes, que también
se apuntan, y a veces, sus amigos, porque además de instructivo es de
troncharse a carcajada limpia. Como en casa ya no había suficientes
diccionarios para todos, cada uno traía el suyo debajo del brazo. No es plan
que os explique ahora el desarrollo del juego, pero debéis probarlo. No os
decepcionará. Condición sine qua non
que seáis un grupo amplio pero no tanto que no os permita recordar todas las
definiciones que se van leyendo.
A
lo que iba, ahora se ha impuesto, en esas tardes al amor de la chimenea, otro
juego. El de los viajes. Somos todos muy viajeros y aficionados a dicha
literatura. Se trata de adivinar, divididos en dos grupos, de qué lugar estamos
hablando. Puede ser un país, una ciudad, o cualquier sitio del mundo que nos
parezca sugestivo. Que amemos o que odiemos. O que simplemente esté ahí, pero
eso sí, siempre, siempre, conocido, es decir, hemos tenido que estar en él.
Una
persona de un equipo representa con gestos el lugar. Los del contrario, al ver sus
movimientos inician su incesante torpedeo: ¿ciudad?, ¿pueblo?, ¿mar?, ¿montaña?...
Y el que está de pie describiendo no puede hablar, solo afirma o niega con
gestos, en respuesta a las sucesivas cuestiones, y así hasta que poco a poco se
aproximan y lo aciertan. Es muy
entretenido y también muy risueño, al tiempo que nos permite viajar con la imaginación.
Os
reto a adivinar mi lugar: con mis manos trazo un amplio espacio que atrapo
entre ellas como un extenso cubículo blanco y grande, cuya parte superior acaba
en punta. En él me siento muy a gusto y realizo semejantes gestos poniendo cara
placentera. Hago el ademán de asomarme por la ventana y con mi dedo trazo
siluetas de montañas y árboles. Señalo colores, de los que llevan puestos en
sus ropas mis espectadores, para los árboles que vislumbro: naranja y verde,
fundamentalmente. Las ondas del mar azul, más lejos. Cojo una caracola y lo
escucho lejano en su interior. En ese lugar trabajo, leo, sueño y escribo, hablo
y comparto y... Ahora mismo parezco un mimo profesional. No paro de hacer
muecas arriba y abajo, abro y cierro, giro sobre mí misma y lo señalo todo. Nunca
estoy ociosa, me muevo por él trajinando, aunque a veces me paro a olisquear
o simplemente a descansar con una
infusión en la mano.
Mi
gesto ahora aproxima mi mano al corazón y lo esparce alrededor de todos los
presentes, moviendo tenuemente los dedos como si fuera un polvo mágico y los salpimentara
a todos. Lo repito varias veces. Suspiro
profundamente de felicidad. Estoy encantada. Y no necesito moverme.
¿Ya
lo habéis adivinado?
En
caso negativo, dirigíos al inicio de la historia.
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