Hay
que recuperar las viejas historias y las viejas fotografías. Esta es antigua y,
a la vez novedosa, merece la pena. Nos
nutrimos de ellas. Son nuestra vida.
La
he rescatado del cajón de la mesa de trabajo de mi difunto padre. Acumulaba mucho
polvo. Ya es hora de que salga a la luz.
George era un joven apuesto, esbelto y de muy buena presencia. Tan joven que tenía
toda la vida por estrenar. Su amigo, un hombre curtido, veinte años más. Se
apreciaban. La Segunda Guerra y el azar los había unido fuertemente. Ambos eran
británicos y habían defendido a Inglaterra del avance del nazismo. Al poco de acabada
la guerra, lo invitó a su casa, en el campo, para que conociera a su familia.
Nuestro
protagonista todavía no sabía qué era el amor, pero Nora, la mujer de su amigo,
sí. Sucumbió fascinado a su embrujo. Ella era una persona insatisfecha a pesar de su
matrimonio y sus dos hijas. Ser ama de casa y madre no la colmaba, le quitaba
aire, la asfixiaba. Necesitaba más, tenía inquietudes. Era poeta. Cuando terminó la guerra
se acabó el trabajo de ayuda fuera de casa. Regresó su marido, Robert, tan rústico, y se
instaló la rutina diaria.
Nora sabía de otros placeres y otros mundos
porque la literatura le apasionaba. Se miró en los ojos de aquel joven y se gustó. Nadó
en sus pupilas sin ahogarse. Podía respirar.
El
condado de Cumbria, al Noroeste de
Inglaterra, no era el mejor lugar del mundo para las aventuras extramatrimoniales
de un ama de casa descontenta, ni Abbeytown, con sus escasos habitantes tras la
contienda, la mejor localidad para soñar. Cerca de la frontera con Escocia y
con la región Nordeste de Inglaterra y de la costa del mar de Irlanda, solo
podía fantasear con viejas historias de princesas y prisiones en castillos
ruinosos y de barcos vikingos a bordo de los cuales poder cruzar el Mar del
Norte. Viajar. Huir.
Sus
ganas de cambio y de escapar de su pequeña realidad la lanzaron a los brazos
del amigo de su marido. Como George no
bebía y no acudía al pub cada tarde, se quedaba en casa solo, ayudando en la
cosecha, mientras Robert se tomaba unas pintas.
Y
esos fueron los momentos en que Nora le enseñó todo lo que él debía aprender.
Tras
finalizar su estancia, George regresó a Londres. Empezó a
trabajar, se independizó de sus padres y el tiempo hizo lo demás. Se distanciaron. No solo
les separaban físicamente cientos de kilómetros, sino que George estaba muy
lejos de la hija que Nora aseguraba que era suya. Él tenía ya su familia. La niña podía ser de Robert.
Las
hijas de Nora crecieron, pero la pequeña Mary era muy diferente físicamente de
sus hermanas mayores. Su madre nunca le comentó su temor.
Por
su parte, el hijo de Joseph, Stephen, creció como hijo único, estudió, trabajó
y formó también su propia familia.
Y
cuál no sería su sorpresa, ya jubilado felizmente, cuando hace poco, como en un
cuento de hadas, o por arte de magia, lo descubre su hermana Mary, ya
anciana, a través de un análisis de ADN. En él se afirmaba que compartían un mismo padre. Ella estuvo estudiando su árbol
genético hasta dar con su medio hermano.
Él
se quedó más que estupefacto con la noticia. Desconocía su existencia.
Mary
le explicó la historia que había descubierto y juntos fueron atando cabos. Ella quería saberlo todo. Conocer
quién era su hermano y quién había sido su padre biológico. Tal vez algo
obsesionada y angustiada, porque temía llegar al final de su vida sin comprender
quién era ella realmente. Juntos miraron los viejos álbumes de fotografías
familiares. De sus dos familias y compartieron todas las historias.
Ahora,
siente que se han completado sus raíces, se ha cerrado el círculo y ya puede descansar tranquila, podrá atesorar sus recuerdos. Se siente, finalmente, feliz.
Para mi amigo Stephen Foster, que me contó esta historia real y maravillosa.
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