Rosa
se separó de su marido a los cincuenta y ocho años porque apenas ya se
hablaban. Tampoco le gustaba su olor.
“¿Será
el olor irremediable de hacerse viejo?”
Pero no. Ella no olía mal. Se duchaba y
perfumaba cada mañana y le gustaba el aroma que despedía su cuerpo.
“¿Será
el silencio de la aceptación…, de que ya todo da igual?”
“¿Será
ese soportarse con paciencia de tantas parejas mayores que ni se hablan ni se
miran ni se tocan… ley de vida?”
No
tenía respuestas a esas cuestiones. Se sentía cansada y sin ideas a esas
alturas de su existencia.
“La
liturgia cotidiana liquida el interés por el otro, la curiosidad y la emoción”.
Leyó en un manual de autoayuda.
Tenía
la sensación de que se había cambiado la preposición que rige el verbo
compartir. Ya no era “con”, sino
“contra”. No había risas ni sonrisas entre ellos, solo malos entendidos.
Su
marido no dijo nada. Estaba harto de reproches y de ella. Se divorciaron de
mutuo acuerdo.
Rosa
empezó a comunicarse con todo el mundo, hasta con los animales y objetos inanimados. Se
sacudió la vergüenza y su timidez, casi parecía una descarada porque llamaba a
las cosas por su nombre. Se reía mucho con cualquier tontería. Llenó la casa de
flores y el pequeño jardín de la entrada también. La que lleva su nombre era la
más abundante. Los efluvios exquisitos de los rosales que plantó se extendieron
por toda la barriada. Hasta allí llegaban las vecinas para solicitar un frasco
de aquel aroma tan penetrante y vitalista.
Rosa
se hizo jardinera y estudió perfumes y fragancias.
Rosa
se hizo una experta en los placeres de las pequeñas cosas. Había retornado su ilusión
por la vida. Y nunca nadie más se la quitaría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario