La
casa de Liliana Zerquera parecía esconder muchas vidas entre sus viejas paredes.
La elegí cuando buscaba habitaciones por internet en Trinidad, precioso enclave colonial de Cuba. Me gustó su nombre, sonaba muy musical y era, además, el de su
actual propietaria.
Nada
más atravesar el gran portón de entrada que daba a la calle adoquinada por
donde llegamos arrastrando nuestros pies y maletas, nos sentimos trasladados a
otra época, muy lejana en la historia.
Nos
recibió la dueña, Liliana, en una gran sala a la que daban las habitaciones de
la familia. El tiempo se había detenido entre aquellos suelos, muebles y
cortinajes. Desde allí y a través de una gran puerta con vitrales se accedía al
amplio salón comedor, abierto totalmente al patio. En este último, mirando al
pozo, se encontraban nuestras dos habitaciones.
Enseguida
me sentí muy a gusto, parecía que la casa nos estuviera esperando. Dejé mis
bártulos y me senté en una de las mecedoras como si fuera mi propio
domicilio.
Liliana,
una señora de unos cincuenta años de aspecto muy agradable, blanca, distinguida,
con el pelo encanecido anticipadamente, y unos ojos brillantes y curiosos
empezó a contarme su vida como si fuera un reencuentro de viejas amigas.
No
me extrañó, puesto que me sentí fascinada desde el primer momento por aquel
ambiente. Su marido, un apuesto joven, se ocupaba del bar y la cocina.
La
madre, una anciana con Alzhéimer, paseaba incansable de un lado a otro como un
vestigio más en la fantasmagórica visión del pasado que se cobijaba bajo esos
altos techos.
“Ríete
tú del realismo mágico o de Isabel Allende y su Casa de los espíritus”, –recuerdo
que pensé mientras la observaba–, pues era todo un personaje novelesco.
Yo
me mecía en el balancín de madera mientras Liliana me acompañaba, sentada
también en otro y me iba contando:
“La
casa fue construida en 1808 y también se la conoce como La Casa del
Historiador, mantiene intacta su arquitectura de la época, sus vitrales,
muebles, piso original, patio central, pozo…”
De
todo ello ya me había dado cuenta yo nada más entrar. Sin necesidad de
explicaciones. Ella seguía a lo suyo y mis ojos no sabían dónde descansar. Lo miraba absolutamente todo y estaba hechizada.
“Aquí
vivieron mis abuelos y mis padres, mírala, la pobrecita, como está, cada vez
peor –se lamentaba al tiempo que señalaba a la viejecita con demencia, que era
su madre–. Mi padre, Carlos Joaquín Zerquera, el historiador oficial,
licenciado y genealogista colaboró en la investigación y organización del
Archivo de Historia de la villa, buscando documentos originales en el Archivo
de Indias de Sevilla y trabajando en la restauración y creación de los museos
en Trinidad. También, en la restauración y conservación de la ciudad en
general, labor esencial para que la misma alcanzara la condición de Patrimonio
Cultural de la Humanidad…”
Mis
ojos se cerraron cuando escuché la palabra Constantinopla, como en la película
de Woody Allen, La maldición del
escorpión de jade, donde hipnotizan
a la protagonista al oír una palabra.
Sé
perfectamente que es de muy mala educación dormirse cuando le hablan a una,
pero el cansancio del viaje, el suave balanceo de la mecedora y el tono monocorde
con el que desgranaba una historia tan antigua, –pues se había remontado a la
genealogía de su familia en el Bizancio del siglo VI–, hicieron mella en mí y
me quedé profundamente dormida.
Mis
compañeros de viaje descansaban en sus respectivas habitaciones, que era lo que
yo tendría que haber hecho si mi curiosidad y mi gusto por las historias no me
hubieran llevado de cháchara con la dueña.
Ella,
la oía lejana en sueños, seguía con la Rusia zarista y el exilio en Francia. “¡Pobre
nobleza desnortada, gracias a que hablaba francés y pudo asentarse allí, huyendo
de la revolución!” –pensaba yo en sueños.
Porque
mi sueño sucedía en un ingenio del valle próximo a Trinidad, donde la clase privilegiada
poseía las plantaciones de azúcar cultivadas por los esclavos. Esclavos negros
africanos de los que conocemos sus terribles condiciones de vida por la literatura
y el cine. Eran los cimarrones que, en su huida, se
habían escondido en la cocina y en el patio de la casa de Liliana Zerquera.
–¡Sois
libres! –les arengaba yo, que me aparecía bien mulata, con el pelo ensortijado más negro todavía, recogido
tras una amplia cinta, mientras les servía la comida en la mesa contoneando las
caderas–. La esclavitud en las colonias fue abolida por el Congreso en 1880.
¡No debéis preocuparos! ¡No tengáis miedo!
Mi
voz sonaba tan pasional como la de Aretha Franklin. Poderosa, espléndida y
cautivadora. Me entraron ganas de entonar un himno libertario. O de iniciar una
ceremonia ritual dando vueltas bajo una ceiba, cosa imposible, pues no la había
en la casa de Liliana Zerquera.
Ellos,
estupefactos, me miraban sin comprender bien
lo que les decía, como si estuviera chiflada. ¿Tal vez aún no se había
decretado la abolición de la esclavitud? Estaba confusa. ¿En qué año me
encontraba?
Me
sacó del aturdimiento la tosecilla de mi anfitriona, mientras yo, sin querer,
me despertaba de una violenta cabezada.
Los
retratos de los antepasados de Liliana colgaban de las paredes y me miraban con
muy poca simpatía.
–Querida, creo que le sentaría bien
una limonada. Parece usted muy agitada.
Me
contemplé de refilón en el espejo de un mueble antiguo, pero ya se había
evaporado la magia. Mi imagen no era la misma que recordaba del sueño. ¡Me
cachis, mira que estaba guapa tan morenaza y con el ritmo recorriendo todas mis
venas!–pensé con nostalgia de mi otro físico.
–¡Ya lo creo! –le contesté–. Muchas gracias, Liliana, mejor un cafecito con unas gotas de ron.
Aunque…, disculpe mi indiscreción, ¿no se mezclaron sus ascendientes? ¿No existe un mestizaje biogenético entre sus antepasados? O... ¿tal vez, algún propietario de la industria azucarera?
Eso sí lo explicaría todo, –me respondí, confiada, a mí misma.
Chulísimo! Y con las fotos ya parece que haya estado ahí!
ResponderEliminarGracias!!
ResponderEliminarEres unica con los relatos cortos, me gusta como vas tejiendo las historias y las salpicaduras con la magia de los sueños.
ResponderEliminarMuchas gracias
EliminarMe encanta! Me has hecho viajar contigo y mecerme en la magia, escuchando a Liliana y a ti. Gracias
ResponderEliminarMuchas gracias. Has de ir.
EliminarMuy bonito.
ResponderEliminarGracias.
EliminarYa sé que lo conoces, Isabel. Un abrazo.
EliminarMe parece muy bonito. Yo también me he trasladado al patio de Liliana , junto al pozo , entre plantas colgantes y recuerdos de antepasados.
ResponderEliminarMuchas gracias, Eva, te encantaría.
ResponderEliminarMuy chulo. Así viajamos sin movernos del sofá. Tu Liliana y la mía no sé parecen en nada. Un abrazo!!!
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