De
un tiempo a esta parte Penélope era una mujer invisible. Estaba segura de
ello. Fue dejar de trabajar y sentir que la invisibilidad afectaba a todos los
órdenes de su vida. Había cumplido los sesenta y cinco años y su cuerpo ya no
era un objeto de deseo para nadie, ni siquiera para ella misma. Su autoestima
estaba por los suelos. Aunque nunca había dado demasiada importancia a su
imagen, sentía que su atractivo personal
la había abandonado conforme iba cumpliendo años. Todos estos pensamientos
bullían por su cabeza mientras se miraba aburrida al espejo, dándose un toque de
rojo a los labios, antes de salir a la calle a hacer unas compras. Además se sentía sola. Echaba de menos las
caricias y los besos de cuando vivía en pareja. A veces, también darle una voz
a alguien. Sí, simplemente discutir o enfadarse o leer y comentar entre dos, –pensaba
mientras cerraba la puerta de la casa con doble llave–. Así estoy yo, más que
cerrada en mí misma, encerrada.
–Es
muy difícil encontrar pareja a estas edades, –seguía pensando mientras bajaba
en el ascensor–. Necesito besos, caricias, que alguien se preocupe por mí,
practicar el sexo de cuando en cuando.
–Adiós
señora Penélope –la saludó un vecino a
la entrada del portal.
–Adiós
señor Jorge –respondió ella ensimismada, sin apenas mirarlo.
Al
parecer para su vecino del quinto piso, la señora Penélope del octavo, sí que
existía, pues se la quedó mirando con gesto placentero mientras ella ya cruzaba decidida la calle.
Estaba
convencida de que Jorge, su vecino, era un hombre demasiado mayor.
Por eso casi no le prestaba atención cuando se cruzaban en la portería o por el barrio. Si lo miraba no lo hacía con ninguna intención. Practicaba lo mismo que el resto de
los mortales hacía con ella. Lo trataba como un ser invisible por su edad.
Fue
ese mismo día cuando se dio cuenta –algún deseo debió de apreciar en la mirada
de Jorge– de que era una solemne tontería que dos seres invisibles convivieran en la
misma finca sin apenas palabras ni roce. Era malgastar energías y soledades. Se
atrevió y se lanzó. Él aceptó encantado su visita y las sucesivas sugerencias. Desde entonces se miran, se ven, se encuentran, se
acarician, se besan, se reinventan, se acompañan y no pierden ni un minuto de
su preciado tiempo.
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