Hasta allí
te encaramabas para descubrir toda la vida que pasaba a tu alrededor. La barra era un
otero elevado, de mármol frío y habías de escalar el taburete para llegar hasta
ella. En la altura aprendías más que en la escuela. Una pareja discutía por
nimiedades domésticas mientras tomaba
café. Más allá un poeta maldito -o eso imaginabas por su aspecto- escribía en
una hoja sus últimos versos mientras apuraba una copita de aguardiente. Los integrantes
de un grupo de compañeros comentaban las anécdotas del trabajo haciendo
chistes, a la vez que tomaban unas cervezas acompañadas de las
tapas que les iba sirviendo Mariano. Él era indiscutiblemente el alma del
local, ya que con su poderosa voz y sus ademanes imponía orden en un lugar
donde las conversaciones de los clientes y la música de la máquina de discos se
adueñaban del espacio, a veces caótico.
Apenas tenías diez años y tu madre estaba en la cocina, preparando los
bocadillos y las tapas que Mariano iba demandando. Tú debías hacer los deberes
del colegio, pero no te podías sustraer al ambiente que allí se respiraba, tan
distinto del orden disciplinario del que regresabas cada día al acabar la
jornada escolar. Querías ser como él, y tener algún día un bar exactamente
igual a ese. Lo admirabas en secreto, aunque no te dieras cuenta a tu corta
edad. Apoyado en un rincón de la barra, con los cuadernos y libros apilados al lado,
eras invisible a los ojos de los demás. También
llevaban sus libros un grupo de estudiantes que hablaba acaloradamente tras sus
vinos en el otro extremo de ella. Venían cada tarde, al acabar sus clases. Te
sabías sus nombres y, a pesar de que en
ocasiones hablaran muy bajito, ellos siempre te saludaban y te revolvían los
cabellos diciéndote que estudiaras mucho, que en tus manos estaba la
construcción de la otra España. Imaginabas que conspiraban, aunque de eso no
entendías mucho. “¿Y qué haremos con esta cuándo construyamos la otra?”,
pensabas mientras mordías la punta del lápiz y apretabas bien la lengua contra
los dientes para que te salieran las letras perfectas, como le gustaba al
hermano Francisco, el maestro de lenguaje.
De Españas apenas entendías. A veces, y aunque llevaras mucho cuidado, el
hermano se enfadaba contigo porque la plana de la tarea se había humedecido un
poco y las palabras aparecían borrosas. Tú no le explicabas donde la habías
hecho, ya te guardarías muy mucho. Como te guardabas de comentar lo que escuchabas
al vuelo. Seguías en eso las sensatas directrices de tu madre: “ver, oír y
callar, porque a ti nadie te ha dado vela en este entierro”. Otros días el negocio no estaba tan animado; en
esas ocasiones, tu madre acababa pronto la faena y volvíais antes a casa. Por
el camino le contabas qué habías hecho en el cole y le hablabas de tus cosas, de tu pequeño mundo, ese que cada día ampliaba su horizonte desde la atalaya donde gustabas de encaramarte.
Me parece precioso, Maga.
ResponderEliminarPues es muy chulo, no me había enterado de éste.
ResponderEliminarMuy muy bonito.
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