Evaristo vivía solo desde que había fallecido su madre. Era
un hombre metódico, amante del silencio y concentrado en su trabajo. Y gris
como los trajes que le acompañaban a diario a la oficina de patentes donde
ejercía de contable. Jamás se permitía un capricho y nunca se saltaba las
normas de su gris existencia.
Aquella noche cuando regresaba a casa, su rutina se vio trastocada
al sentirse asediado por tres niños pequeños, que armados de zambombas,
panderetas y matracas le deseaban una feliz Nochebuena. No supo cómo reaccionar
e intentó huir a grandes zancadas de semejante bullicio diabólico. Pero los críos
lo siguieron por el descampado que le separaba de la finca de pisos donde vivía.
Era una zona de futura construcción, Corea, la llamaban. La conocía bien y no solía
pasar por allí, la evitaba para no ensuciarse de tierra los zapatos.
Evaristo, solo de nuevo, abrió la puerta de su casa, sacó lustre a su calzado, cepilló su traje
gris, y se lavó las manos como otra noche cualquiera; aunque seguía oyendo en
su interior el griterío de los pequeños desde lo hondo del pozo.
Yo tendría cuidado con los nombres, podemos herir.
ResponderEliminarJo, vayas racha de necritud que llevamos, entre la Navidad rara de la esfera, el blog del terror de Wis..., me ha gustado un puntazo lo del pozo, el próximo de fiesta y risa. Un abrazo.
ResponderEliminarNo me quisieron el otro que envié era demasiado normal y nada sangriento, ya ves!!
ResponderEliminarMuy bueno, Malén.
ResponderEliminar