Amanecía
en tus ojos y a través de ellos se filtraba la luz de la ventana que no te
gusta cerrar del todo al acostarte. Tenue. Es otoño y la claridad aparece cada
día un poco más tarde. Te sigues vistiendo con tus colores favoritos, los
cobres y rojizos de la tierra, y una extensa gama de marrones como el de las
hojas caídas de los árboles. Te miro y parece que ni el tiempo ni la edad
fueran contigo. Te oigo taconear por el pasillo y me sigues deslumbrando a
pesar de los años y de tu nueva vida en solitario. Siempre he admirado esa
fuerza tuya, imparable y digna de los más jóvenes. Por eso te sigo queriendo y
te veo siempre como la mujer que conocí hace ya tantos años.
A
pesar de que no leas mis postales ni las cartas que te envío, quiero que sepas
que no te guardo ningún rencor y que te sigo codiciando. Imagino que tal vez
hayas roto del todo con el pasado, nuestro común pasado... Pues no descubro mi
rastro en casa, ni siquiera en el despacho. Tampoco, mis libros. Mi armario
ropero está vacío. Aunque no te culpo por ello, sé lo difícil que resulta
empezar una nueva vida casi cuando se acaba
la que tienes.
No
te gustaría saber que te observo, que te sigo, e incluso te vigilo. Seguro que
te enfadarías, pero comprende que me vuelvo loco sin poder comunicarme contigo. Ya sabes cómo soy. Anhelo y ambiciono estar
junto a ti y compartir el resto de tu vida.
Sé
que no me perdonaste nunca, aunque yo sí te perdono que me prepararas cada
noche un vaso de leche caliente con miel para aliviar mi neumonía. Que me lo
llevaras a la cama y que me obligaras a tomarlo entero hasta la última gota, a
pesar del mal sabor que yo creía fruto de la medicación. Exclusiva y atenta
dedicación. Me sentía satisfecho. No dejaste ningún rastro. Te admiro.
Tuyo
siempre, tu difunto marido.
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