Nada más verla, supo que se iba a complicar su vida. Todas
las pruebas remitían a ella, pero no quería reconocerlo y se obsesionó por
encontrar otros responsables, sin resultado.
Su coartada era débil y el móvil sustancioso. La viuda
permanecía callada en los interrogatorios, desafiante y altiva, siguiendo
fielmente las indicaciones de sus abogados. Se había enamorado de sus curvas
como un colegial. La deseaba. El arma seguía sin aparecer.
Tras el juicio y la sentencia absolutoria, se acercó a la
mujer y le dijo: sé que no eres un ángel.
Ella -mientras se ajustaba la costura de sus medias- lo miró insinuante y
le murmuró: ¿quieres comprobarlo?
Fue
después, al aproximarse demasiado para encenderle el pitillo y mirarla a los
ojos, cuando se percató de que su
perfume no lograba ocultar un aroma letal y fétido. Pero ya era tarde
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