«Pito, pito, gorgorito…»
Me
levanto despacio, sin apenas ruido, y ahí está él, aguardando para desearme un
buen día y preguntarme cualquier cosa intrascendente. Se siente perdido si yo
no estoy. No maneja el teléfono y leer le cuesta mucho. No coge el ascensor ni
va a tirar la basura. Las pequeñas tareas, ahora, le resultan obstáculos
insalvables. Las palabras no le salen, pero me explica que lleva mucho tiempo
despierto. Siempre le contesto que se duerme demasiado pronto en el sillón. Le doy un beso y empiezo una cantinela o una
rima para que la complete con la palabra que omito: «Estaba la pájara…,
sentadita en el verde…, con el pico picaba…»
«Dónde vas tú tan bonito...»
Voy
hacia la cocina. Me sigue. Continúo con mis retahílas imparables más antiguas
que la Tana. Se viene detrás a preparar su desayuno a mi lado, en mi compañía,
y me pregunto por qué no lo hará antes, mientras yo duermo. No. Me espera y así
el ruido que organiza se convierte en mi banda sonora matutina. Empezamos bien
el día. Ya sé que se siente inseguro. Por la mañana no soy la alegría de la
huerta ni la compañía más cariñosa, aunque me río por los dos, de él y de mí,
de mis cantinelas, a las que me agarro como si fueran pócimas mágicas, pero que
no solucionan nada. Solo taladran el silencio.
Pienso
que poca gente habla de las enfermedades mentales, están mal vistas socialmente,
avergüenzan y se ocultan. Es un gran error. Hay que sacarlas a la luz,
reivindicar que nos ofrezcan ayuda. No los neurólogos, que en definitiva te
vienen a decir que no hay fármaco que cure el Alzheimer, sino la sanidad
pública, que proporcione terapias y cuidados, que nos apoye.
Vuelvo
a mis rimas de toda la vida para que ejercite su memoria, intento que la
enfermedad no avance a pasos de gigante.
Necesita
que le organice el día, que se lo verbalice. Como si no hiciéramos siempre lo
mismo o casi parecido. Crear rutinas es lo más importante. Día
tras día.
«A la era, verdadera...»
A
la era, después de su siesta, por la tarde, cuando me pide ayuda para las
tareas: lectura en voz alta, sopa de letras, autodefinidos o simples
pasatiempos que no hace si no me pongo yo con él.
Al
momento me distraigo un poco y empiezo a cantar, él me sigue, lo hacemos juntos
y nos reímos. Siempre he creído en los beneficios de la risoterapia.
Luego
lee en voz alta, le corrijo las palabras mal dichas. Me canso. Necesito estar sola
y escribir. Inventarme otras vidas. Soñaba con una jubilación tranquila, con
tiempo para nosotros. Poder envejecer dignamente, cuidar de las nietas, viajar,
leer. Todo se ha venido abajo. A veces fabulo con que vuelvo ansiosa al tabaco
y que me despido diciendo que voy a la esquina a comprarlo, que no me queda… Y ya
no regreso jamás. No fumo. Me esfumo. Esa puesta en escena, de tan repetida en
mi imaginación, me resulta cómica. Luego ya me ocuparía de llamar a mis hijos y
de decirles que estoy en una isla desierta, que no me busquen. Y me río sola de
pensar en el careto que se les pondría.
Sé
que el deterioro cognitivo es imparable y la cariñoterapia no es suficiente.
«Pim, pam, pum, fuera...»
Me
pregunta cien veces por el nombre de sus hijos. Yo le respondo otras cien, sin
descanso. No sé si estoy preparada para lo que se me avecina, sobre todo porque
no controlo esta nueva situación. Aprendemos día a día con la sencilla regla de
si esto funciona, va bien. Prueba y error.
Se despierta por la noche y está desorientado.
Viene a buscarme con cualquier excusa, me llama, me levanto. Enciende las
luces, se mete en otras habitaciones o se hace pis en el pasillo porque no
encuentra el baño, que lo tiene justo al lado. La pasada noche limpiaba con
papel el suelo del descansillo. Le he acompañado de vuelta a la cama y he
apagado las luces. Cuando le pregunto, no recuerda qué ha pasado. Se le ha
escapado como se le escapa la mente de manera involuntaria. Se va volando y se
queda triste, sin entender nada. Es otra persona.
Con
la fiebre, el deterioro se agrava y sufre alucinaciones; habla a seres
imaginarios y cree, en serio, que atentan contra él. Cuando estuvo ingresado en
el hospital, tuvieron que intervenir los vigilantes de seguridad cada vez que le
iban a hacer alguna prueba y no se dejaba. Él, después, agradecía muy
amablemente a la escolta que lo había acompañado hasta la habitación, les daba
la mano y les pedía disculpas. Parecía el presidente de alguna república
bananera, en pijama azul Insalud, con tanto saludo. Yo, atónita,
escuchaba a la enfermera que me contaba cómo se había negado a colaborar con la
prueba requerida. Lo tuvieron que atar a la cama por las noches, porque saludaba
educadamente a la enfermera de turno y cuando su cabeza aleteaba, salía de la
habitación y se marchaba como un pajarito.
Luego,
me narraba, de aquellas maneras, una auténtica película de acción donde los
malos, siempre de uniforme sanitario, le perseguían y le querían hacer algo
terrible, como sacarle sangre o un TAC o una radiografía, pero él se defendía a
patadas y codazos. No se quedaba atrás para nada. ¡Qué se habían pensado! Los
peores de todos, según él, eran los celadores, que lo llevaban en la silla de
ruedas a toda velocidad y lo querían sacar de allí para secuestrarlo. Y yo me
río siempre, siempre que puedo.
Ahora
el que fabula constantemente es él, y sin mi permiso. Tendré que escribir todos
sus cuentos y su imaginario, que ya es mío.
De
todas maneras, cada día es un buen día.
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Este
cuento es para todas aquellas mujeres invisibles, compañeras y cuidadoras, abuelas
y madres, que no tienen una habitación propia, porque dedican todo su empeño a
crear un mundo mejor.