Desde que tengo uso de razón me han
gustado las piedras. Mi madre decía que ya me las llevaba a la boca en la playa
cuando era pequeña, porque estaban saladas y las saboreaba. De niña también les
sacaba brillo a las grandes, que formaban una sobre otra los bancales de mi
pueblo. Estoy obsesionada con tocarlas todas estén donde estén. Tanto me da que sean de catedrales o cementerios,de iglesias o castillos, de palacios o ruinas. Al
poner mi mano sobre su superficie siento que vibran, me susurran secretos, percibo
su historia y me transmiten serenidad y cordura.
Estudié geología estructural y me dedico finalmente a la
construcción de paredes de piedra seca en exteriores. Lo conozco todo sobre
ellas, sus caras y sus venas, las que se llevan bien y las que son incompatibles, las que cantan, y
las que ríen y ruedan libres en los riachuelos. Así que con una actitud pragmática,
convertí mi afición en mi fuente de ingresos. Siempre al aire libre. Y no
necesito médicos ni terapias, pues al palparlas me sanan la mente y el cuerpo.
Convencida de este don, en una de mis múltiples salidas como aficionada
a la arqueología, me percaté de que faltaba una piedra que cerrara el círculo
del Cromlech pirenaico. Toqué el espacio vacío,
la vista desde aquel lugar era magnífica, me dije, y llevada por una fuerza magnética imparable, me
situé en el centro geométrico de la circunferencia. Estaba yo sola y aturdida.
De repente un humo espeso oscureció el día. Sin saber cómo, estaba presenciando una ceremonia de incineración.
Seguí muda y estupefacta el rito ancestral de nuestros antepasados, con múltiples
interrogantes en mi mente. Si el círculo delimitaba el recinto sagrado y separaba los mundos de
los vivos y los muertos. ¿Dónde me encontraba yo? ¿Acaso estaba muerta y no me
había percatado del trance?
Me
aparté del menhir central poco a poco, el maldito símbolo fálico de la
fertilidad no sé si tendría algo que ver con mi viaje a esa otra realidad, pero
me provocaba malos presentimientos. El humo resultante de la cremación era
utilizado para volver al mundo de donde se había venido. Así que fui retrocediendo
en sentido opuesto al mismo y al alcanzar el círculo exterior, di un gran salto
y me alejé de la construcción megalítica. Nuevamente se hizo de día.
Me
costó mucho olvidar todo aquello, nunca supe darle un nombre, pero mi don se
transformó en maldición, abandoné mi trabajo y desde entonces no me acerco a
las piedras ni mucho menos a las arqueológicas.
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