Sé que vienes cada noche a visitarme. Pienso en ti y tú enseguida acudes y nos ponemos a charlar. Me dijiste que querías irte en tu casa, tranquilita en tu cama, con los tuyos, y así ha sido. Comparto contigo los paisajes de esta isla que tanto te gustan. Estoy mirando el mar y lo miro por ambas porque sé que tú lo disfrutarías. Y poca cosa más, sé que vives en mí, estoy convencida.
No
sé a mí cómo me gustaría. Vivimos siempre de espaldas a la muerte como si no
fuera con nosotros. Es un tabú hablar de ella. Mi amiga Montse me dijo el otro
día que ella se irá a la tierra, que lo de la incineración no le mola: al
cementerio como toda la vida, que tiene una cesión o concesión municipal
gratuita. A saber de qué habla.
Yo
no lo he pensado. Creo que a mí me gustaría volver a la tierra junto a un
árbol, en forma de cenizas, claro está, y dar la vida, servir de nutriente a
otros seres vivos. Y que mis nietas dijeran: “la yaya está en el huerto, debajo
del algarrobo o del naranjo o de la higuera alimentando sus raíces y su savia.
Le encantaba cocinar y ahí lo sigue haciendo”. Alquimia. Regresar a la
naturaleza y formar parte de ella. Integrarse.
“Pero
yo ya no soy yo, no tengo huerto, ni mi casa es ya mi casa…”
Las
cenizas de mi querido primo Carlos reposan en las cercanías de Benimantell, bajo un gran pino. Allí pasamos una infancia de veraneos muy felices todos los
primos juntos, asilvestrados totalmente entre bancales, fuentes y pinares. Creo
que a mí me gustaría también descansar en la Aitana, mirando el Xortà, para
recordar las historias que nos contaba mi padre de cuando era joven. Otro
peliculero.
Mi
amiga María Antonia paga desde hace tiempo un seguro que cubrirá los gastos de
su muerte, así no será un lastre para su hijo. ¡Ay, estas madres tan previsoras,
que los cuidan y se preocupan por ellos hasta más allá de la vida!
La
muerte sigue siendo invisible en nuestra vida cotidiana, por eso debemos acabar
con el tabú y hablar de ella. No hay que olvidar que la vida cansa y, llegado ese
momento, la muerte aparece como única solución, nos ofrece ese deseado descanso.
Loren
quiere que echen al mar sus cenizas, pero sin ceremonias ni barcas, él cerquita,
en la orilla del Mónaco, en el Puerto de Sóller, donde hemos pasado la infancia
de nuestros hijos y los veranos con amigos, de días y tardes inacabables.
Mañanas de pesca y buceo con Michel, a veces, y con Antonio, siempre. No quiere
algaradas ni pésames ni funerales, una cervecita en su memoria, o en su
defecto, una copa de cava. Nada más.
–Loren,
el Mediterráneo está muy contaminado, y tú todavía lo vas a empeorar –le digo
yo.
–Chorradas,
los peces acabarán rápido conmigo. Total, sólo seré un puñadito de ceniza.
Entre tanta muerte dramática y sin sentido en nuestro mar, un poco de polvo de
más no creo que le importe al ecosistema.
Yo
no sueño con el último aliento, que espero, como todo el mundo, que sea
indoloro e inodoro, lo de los colorines ya no me importa tanto –pero casi es
preferible que los haya por la animación y la vida que comportan–, sino que
fabulo con que una vez fallecidos, consigamos lo que no pudimos conseguir en
vida. No sé si me explico, mi historia empezaría tras la muerte. Da igual que
nuestros cuerpos reposen en el cementerio o en un columbario. Nuestros
espíritus pajarearán invisibles entre los seres queridos, pero también se
moverán con total autonomía, a su aire:
–Maria
José, ¿dónde andas?, –aunque es un forma de saludo. No caminamos como podéis
deducir.
–Estoy
en Panes, me he venido a Asturias, al prado, demasiado calor en el Mediterráneo.
Mis hijos continúan con la pesca y yo aquí estoy con ellos. –Nos reímos ambas
de las ocurrencias, ni frío ni calor, ya ves, estamos más que muertas, lo
siguiente, como decían nuestros hijos–. Pronto me iré con ellos a Bali, el
viaje que no pude hacer en vida. ¿Recuerdas el miedo a volar que yo tenía? Qué
susto el avión, Mari, no te creas, aunque esté muerta, me sigue imponiendo
mucho respeto. Serán los recuerdos. Pero…, aunque ahora ya, ¡qué más da!
–Claro
que me acuerdo, te ponías mala, malísima y te tenías que drogar. Por eso no
venías a Mallorca. Pues no subas al avión, tonta, ve con el pensamiento, teletranspórtate,
que es menos cansado.
–Es
que me sabe mal dejarlos solos en esos aparatos tan tremendos. Ya sabes…, al
final es una piedra con un motor.
–Tú
misma, luego no te quejes de las alturas, de los mareos y del canguelo. ¡Jajajaja!
–me río yo misma de mis tonterías, pues de todos es sabido que al no tener
sentidos no podemos tener esas percepciones ni sensaciones.
–¿Y tú, Malén?
--¡Uff, por fin he conseguido un apartamento en el mar! En la playa
Muchavista. Estoy encantada, de okupa de lujo, veo cada mañana la salida del
sol. Y no molesto para nada a los dueños, que apenas viven en la casa. Son
ricos, ya te puedes imaginar, y tienen más residencias. Aunque también me
muevo, no creas, pronto iremos mi hermana y yo a Ibiza. Y Lucrecia me espera para
que vaya a conocer su cohousing en el Puig. Como ves, un sin parar.
–Oye,
y ¿para cuándo la visita a los amigos de El Real de San Vicente? Recuerda las
castañas y los increíbles colores rojizos del otoño. ¡No nos lo podemos perder!
–Pues
cuando regreses de Indonesia, querida, vamos juntas, ya sabes que nos están
esperando. Y se apunta Salud, que ahora anda por Elda, es un decir, claro, de
andar nada, monada. También podemos aparecernos como fantasmas para Todos los
Santos.
–Eso,
nos disfrazamos con sábanas blancas. Eres tremenda, Malén.
La
comunicación entre nosotras es inmediata, instantánea, sin palabras,
telepática. Somos partículas risueñas, omnipresentes, clarividentes y ubicuas.
Leemos y comprendemos –sin necesidad de fijar la vista– en un santiamén todos
los libros y estamos siempre conectadas. Presente, pasado y futuro son
conceptos fundidos.
Y
el mundo de los entes es muy extenso y a gusto de todos. En él observaríamos diferentes
categorías:
–Los
no paste, desapegados, que están en
todas partes y en ninguna. Vuelan, brillan, se esparcen y se divierten mucho.
–Los
paste, pegados, más aferrados a la
vida que ya no viven y que siguen con las mismas ideas y costumbres que tenían
antes de su muerte. Sienten nostalgia y hay que dejarles fluir para que se
acomoden a su nuevo modo de ser o no ser y a su destino.
Y
entre ambos un montón de subclases, pero eso ya lo explicaré con más detalle en
otra ocasión.
¿Que
cómo nos comunicamos con los seres vivos? No, eso no es posible. ¡Menuda pregunta
más tonta! Eso sería una interferencia de planos y realidades. Imposible. La criptografía
cuántica no lo permite.
Nosotros,
por si no lo tenéis claro, como entes translúcidos, inmateriales e
intelectualmente bien lúcidos, vivimos –es un decir– en el interior del corazón
de nuestros seres queridos, pero no siempre, por favor, ¡menudo aburrimiento!,
solo a ratos, cuando nos piensan y nos echan de menos.
Con
ellos y gracias a ellos seguimos percibiendo lo que sienten. Menudo oxímoron me
ha salido, por cierto.
No
os preocupéis lo entenderéis todo perfectamente cuando lleguéis aquí. Este es
un mundo fascinante.
En
las noches despejadas, cuando el cielo parece que está más cerca, tanto que se
pueden tocar las estrellas, ahí estamos nosotros, los entes mágicos, las
pequeñas partículas iridiscentes, soñadoras, volátiles y risueñas; abismos de
luz velando por el bien de todos vosotros: nuestros seres queridos.
Seguimos
siendo polvo de estrellas.
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