El
día era gris y opaco, las nubes del cielo de Detroit se aferraban a los tejados del
paisaje industrial como una niebla cenicienta y espesa que impedía ver el
cielo.
Así
se sentía ella, asfixiada en un maldito cuerpo que le negaba lo que más ansiaba
en la vida: tener un bebé fruto del amor y volar juntos a pintar de colores las
nubes, el cielo, las flores y los pájaros.
Tomó
una secreta decisión a la salida de la larga convalecencia hospitalaria tras el
aborto y sus secuelas. Dejaría atrás la oscuridad, la sangre y las lágrimas. Toda una trayectoria
de tragedia y enfermedad, de amor no correspondido de la manera que ella necesitaba. Ya bastaba de desgracia e infelicidad. Eliminaría su pasado y empezaría de nuevo. Lo importante era pensar en sí misma y en nadie más. Sabía que sería difícil
llevar a cabo su resolución, porque Diego era un volcán imparable que recorría
todas las venas de su cuerpo independientemente de su voluntad, pero ya no podía soportarlo más. Ese fuego infiel
la estaba destruyendo. En algún sitio había leído que algunas pasiones se
podían sustituir por otras, especialmente si eran nocivas.
Supo
hacerlo. Con la ayuda de unas buenas amigas se esfumó y desapareció en la noche,
tras un largo viaje, hasta una pequeña aldea mexicana. Jamás se le ocurriría
buscarla en un lugar tan alejado y
remoto del círculo que frecuentaba.
La
casa a donde se trasladó tenía un patio central con un pozo y un duraznero. Marcela
era la dueña encargada de cuidarla. Los verdes y amarillos la rodeaban y podía
respirar de nuevo.
Allí
se despojó de todo lo que le recordaba su pasado, empezando por su vestimenta y
se mimetizó con el entorno. Su corazón había quedado hecho pedazos en aquel gris
hospital y ya no lo quería. Necesitaba otro.
Primero
fueron las lecturas y el reposo, bajo la atenta mirada de Marcela; después,
algunas tareas culinarias entre las cacerolas de la cocina y, poco a poco, su
cuerpo fue recuperando la vitalidad indispensable para salir de paseo y caminar
entre los lugareños como una paisana más.
Estaba
empezando a interesarse de nuevo por las pequeñas cosas: el vasito de mezcal,
la emoción de la ranchera, un pasaje de
la mitología azteca o el simbolismo ancestral de catrinas y calacas. Y, por
encima de todo, la importancia de quererse a sí misma. Dejó de verse siempre como
una víctima y tomó las riendas de su nueva vida. No más rojo pasión ni sangre.
La esperanza sería ahora de cualquier otro color.
Influida
por el estudio de sus antepasados y las ideas de vindicación nacionalista,
empezó a vestirse con largas faldas mexicanas, moños trenzados con cintas multicolores
y abalorios precolombinos. Era su forma de rebelarse contra el destino. Sus
fieles amigas le daban el apoyo que ella necesitaba para continuar siempre adelante. Volvió a coger los pinceles y, por fin, llenó sus obras
de colores luminosos y brillantes.
De
nuevo regresaron la luz, la vida y la magia.
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