Las noches en que la luna no lucía su blanco traje
brillante, el señor del firmamento enviaba a su emisario más joven para que
sembrase de estrellas la oscuridad haciendo piruetas, como si de un número de
circo se tratase. Bailando y saltando entre los estupefactos –pues así se
llamaban los habitantes de aquel planeta– iban cayendo las estrellas más
grandes. Rebosaban de su cabeza como pensamientos artísticos y originales. Las más
pequeñas salían de la punta de la nariz, de los dedos y de los zapatos. Eran
las más cariñosas y enseguida se enredaban en otros pies, manos, narices y animales. Los
niños las colgaban en el cielo de sus casas, ya que a ellas no les importaba. O
las pegaban en las olas de los océanos para que el manto marino también bailase.
Un mundo nocturno de fantasía e ilusión flotaba de nuevo sobre los sueños de sus habitantes
Un mundo nocturno de fantasía e ilusión flotaba de nuevo sobre los sueños de sus habitantes
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