Aquel hombre aparecía cada atardecer. Seguro que llevaba alguna copa de más, su andar zigzagueante lo delataba. Jamás levantaba la vista del suelo, se situaba frente a las vías y esperaba. A mí, como buena hacedora de cuentos, me gustaba creer que cumplía una especie de ritual o penitencia. Parecía tan desdichado…
Vendía los billetes confinada tras la ventanilla interior de la estación y desde allí divisaba la panorámica completa del andén. Mi fantasía volaba imaginando la vida de cada uno de los que pasaban junto a mí. Era mi juego favorito, el que me alejaba de la época que me había tocado vivir. Siempre les daba un final feliz, aunque la de aquel individuo se me resistía. Fantaseaba con que era un músico de jazz arrepentido por haber abandonado a su mujer, a quien ahora aguardaba a diario, y así, mientras recomponía su imaginaria trayectoria vital, no me percaté del momento preciso en que él la finalizaba.
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