Tejo, me equivoco, rectifico, vuelvo a hacerlo y me imagino que las lanas son raíces que me fijan a la tierra para que nadie pueda moverme. Las hebras me ayudan a ello como filamentos pegajosos y adherentes. Es la urdimbre de la araña constante, que va trenzando unos pensamientos mientras aparta otros para alejarlos y que no la obsesionen. Paso el hilo sobre la aguja, lo cruzo y la vida pasa más lenta. La música del roce que produce me acompaña sin palabras, me da sosiego y paz. Cuento y descuento puntos, calados, vueltas, pasadas y menguados. Y ya no puedo parar, la mecánica constante me lleva de manera automática, mis dedos bailan y se deslizan sobre las tubulares como si me fuera en ello la vida y me quedara muy poco tiempo. La realidad se equilibra y se ordena: las imágenes oscuras que me atormentaban desaparecen, se deshacen en pequeñas partículas de colores. Es un juego, un juego como la misma vida: hilar, urdir, contar, trenzar, entrelazar.
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