Esperábamos
todos en el centro médico que se abrieran las consultas. La administrativa nos
había remitido a la sala de espera. Eran las 8,30 de la mañana. Mi vecina
empezó a darme palique para amenizar el rato.
Yo, que iba en ayunas por una analítica, le aseguré que no me saldrían
las palabras hasta que no tomara mi café de costumbre. Ella siguió insistiendo
dale que te pego. Habrían transcurrido cinco minutos desde que esperábamos
cuando un paciente se puso a gritar exaltado:
–¿Es
que aquí nadie trabaja? Los horarios están para cumplirse. No puede ser.
Se
hizo un silencio vergonzoso causado por el arrebato del que pensé para mí, militar
amargado, acostumbrado a dar voces fuera y dentro de su casa.
La
recepcionista, interpelada, le contestó que se lo dijera al médico cuando
llegara.
El
resto de pacientes nos miramos atónitos y molestos y entonces mi vecina,
que a estas alturas del relato ya me
había informado de su viudedad y de todas sus enfermedades, dijo en voz alta y muy
educadamente, al tiempo que lanzaba un suspiro:
–¡Que
malo es hacerse viejo!
Cuando vimos que el energúmeno impaciente pasaba el primero, nos miramos los restantes pensando que, a lo peor, le hacían un poquito de daño cuando le clavaran la aguja.
Cuando vimos que el energúmeno impaciente pasaba el primero, nos miramos los restantes pensando que, a lo peor, le hacían un poquito de daño cuando le clavaran la aguja.
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