Lloraba tanto y tanto que sus ojos eran dos cuencas fluviales imparables. Sus vecinos aprovechaban la llantina que le solía venir cuatro veces al año para regar sus huertos siempre verdes. Las propiedades curativas de los vasos de lágrimas de sus ojos eran conocidas en toda la comarca. Al principio, Marlene lloraba sin parar y por cualquier cosa que la conmoviera, y con lo difícil que estaba el mundo, este ocupaba el centro continuo de su llanto. No dejaban que escuchara las noticias ni que leyera el diario. Los niños le llevaban sus juguetes, le hacían carantoñas y arrumacos, pero nada servía para consolarla, su pena era inconmensurable. Lloraba de día y de noche. Un día, sus ojos se secaron durante un breve tiempo y con ellos el verdor de los campos del valle donde vivía. Todo se volvió gris y sombrío y le causó tal tristeza, que sus ojos se anegaron, el río volvió a su cauce y su vida, por fin, cobró sentido.
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