Ajenas
a la realidad indígena guatemalteca, llegamos un verano al país, ya hace muchos
años, como cooperantes en educación, con nuestras maletas rebosantes de ideas, materiales e ilusiones y entusiasmadas con el proyecto. Como buenas
y concienciadas maestras, suponíamos que íbamos a dejar lo mejor de nosotras
mismas en esas tierras. No sabíamos la huella que marcaría dicha experiencia en
nuestras vidas, ni siquiera que nuestras mochilas saldrían del país más
cargadas que a la llegada.
La
organización de Ensenyants solidaris con quienes colaborábamos nos trazó nuestro
plan de trabajo a lo largo de diferentes escuelas de comunidades rurales
situadas en distintos departamentos del país. Visitaríamos los centros para
realizar in situ capacitaciones profesionales –cursos de reciclaje– a los maestros de la zona, viviríamos en sus
casas y les acompañaríamos en su quehacer cotidiano.
Deseosas
de pasar a la acción y de verlo todo con nuestros propios ojos, iniciamos la
aventura por el país a bordo de gua-guas que deberían haber pasado a mejor vida
y que iban repletas hasta los topes por carreteras que no merecían tal nombre.
En
esas camionetas destartaladas comprendimos la discriminación racial que
soportaban los indígenas cuando el conductor mandó levantarse a una anciana ataviada con el traje típico: el huipil y el corte que representa a su etnia,
para que nos sentáramos nosotras. No sólo no lo consentimos sino que se
convirtió en blanco de nuestras críticas mientras duró el trayecto y así, sin darnos cuenta, empezó nuestro aprendizaje de otra
realidad inconcebible para nuestras civilizadas mentes europeas: veintiuna
lenguas indígenas y otros tantos grupos mayas, diferenciados no solo por su
habla sino por su ubicación, costumbres y vestimenta.
El
paisaje pasaba rápido por las ventanillas al tiempo que nuestras retinas
intentaban atrapar tanta belleza y tonos verdes salpicados de coloristas
indumentarias. El país nos atrapó desde el primer momento que salimos a
descubrirlo: volcanes, lagos, montañas, selvas y milpas, pero sobre todo por sus
personas, tan sencillas y dignas.
Conocimos
la organización de viudas guatemaltecas (CONAVIGUA), luchadoras infatigables
por los derechos de los indígenas y convivimos un tiempo con los niños del
orfanato que mantenían en El Quiché, una de las zonas más golpeadas por los
militares. Ellas siguen y prosiguen luchando por el reconocimiento de la
justicia y dignificación de las víctimas del conflicto armado.
Nuestras
ideas europeas y nuestros objetivos fueron cambiando con la diaria convivencia.
La tempestad tropical nos empujó a través de caminos sin asfalto y casas de paredes de palma. Nos hicimos al
día a día de nuestras compañeras: la familia y las clases, los frijoles y los
cursos, los mosquitos y la malaria, las carencias sanitarias y el agua no potable de los pozos. Conocíamos las
desdichas, pero no tantas ni tan juntas.
Lo
que menos nos importaba a la caída de la noche no era el hecho de no tener electricidad,
algo habitual en los poblados, ni aseos ni agua corriente, o de que las ratas
pasearan impunes por los tejados, sino la imposibilidad de poder realizar todo
lo que queríamos. Y queríamos acompañar al médico -que estaba muy lejos y solo
una vez a la semana- al pequeño de la
casa, y poder multiplicarnos porque los ancianos de la comunidad deseaban
aprender las letras y no conocían el español.
Nos sentíamos muy alejadas de los objetivos del milenio, a aquellas tierras no habían llegado; y nuestro esfuerzo y trabajo, solo eran meros parches. No podíamos apartar la idea de que nosotras volveríamos al cabo de un tiempo a nuestras cómodas vidas y ellos continuarían igual, subsistiendo a duras penas por haber nacido en una latitud diferente.
Nos sentíamos muy alejadas de los objetivos del milenio, a aquellas tierras no habían llegado; y nuestro esfuerzo y trabajo, solo eran meros parches. No podíamos apartar la idea de que nosotras volveríamos al cabo de un tiempo a nuestras cómodas vidas y ellos continuarían igual, subsistiendo a duras penas por haber nacido en una latitud diferente.
Y
desde la distancia comprendimos que Guatemala son sus niños y niñas, esos que
van descalzos a la escuela para comer caliente una vez al día, y que juegan,
ríen y aprenden; y, al acabar su jornada
escolar, los encuentras vendiendo en el
mercado, o llevando el grano de maíz de la cosecha familiar al molino y que, a
pesar de que han crecido a fuerza de necesidad, siempre te muestran sus mejores
sonrisas.
Y
Guatemala son sus maestras, que con más voluntad que medios desarrollan su
trabajo. Que te bendicen a toda hora aunque no seas creyente y comparten lo
poco que tienen contigo. Que van a la iglesia a hacer ofrendas y a rezar a sus
santos, además de creer en la diosa madre: la tierra y la naturaleza.
Aprendimos
de todos ellos, de sus necesidades y carencias, y sin darnos cuenta fuimos
dejando nuestro corazón en todos los lugares recónditos que recorrimos y en
todas las personas que nos abrieron las puertas de sus casas y nos contaron su
historia: la de los orgullosos mayas, azotados por tantos años de guerra civil,
y casi exterminados. Los que sobrevivieron se quedaron sin casas, sin pueblos,
sin derechos. Constituyen las comunidades desarraigadas. Se inició la
reconstrucción, pero aún lloran a sus muertos. No descansarán hasta haberles
dado digna sepultura.
Y
por todos ellos regresamos el siguiente verano y otro más. Habíamos dejado
nuestro cariño repartido entre los moradores de los poblados y nuestras
promesas por cumplir en los próximos viajes.
Por
eso, los seguimos llevando muy dentro, formando parte de nosotras, de nuestros
corazones, ahora también mayas.
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