Las personas eran felices, y no era un cuadro ni un sueño. Cultivaban sus huertos e intercambiaban los productos para poder vivir sin preocupaciones. Las lunas, el sol, los cambios de estación y las cosechas eran las leyes naturales que regían su visión del mundo. Cocinaban, tejían, escribían cuentos y los narraban, tocaban instrumentos musicales y bailaban y cantaban al son de sus melodías. Trocaban los excedentes de producción y no tenían ninguna preocupación monetaria, dado que no hacían uso del vil metal. Habían conseguido vivir bajo el viejo tópico del locus amoenus y encuadrar su existencia bajo sencillas reglas pastoriles y bucólicas, respetadas por toda la comunidad. Aquello que los clásicos preconizaban como ideal, era tan real como la vida misma. Se trataba de creer que otro mundo era posible y allí, en aquel lugar sin bancos, salarios ni capitales, todos lo creían y lo disfrutaban. Vivían contentos y gozosos.
Preciosa utopía, Malén. Bonito relato
ResponderEliminarEse es el mundo en el que yo sigo creyendo, lo demás son cuentos de miedo para dar más miedo.
ResponderEliminarGracias por recordarlo.
Besos
@mariajosebana
Tenemos que seguir creyendo en la utopía, como dice Amparo, esta realidad en la que vivimos da miedo!!
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