Le seguían gustando las
costuras de su antigua máquina de coser, esa que no cambiaba por nada. Se
sentía cansada como ella, demasiados años trabajando y escasos cuidados.
Compañeras ambas. En cada puntada, un suspiro. Ya le faltaba poco para
terminar. En realidad esa anciana de aspecto bonachón escondía un secreto:
cosía sus recuerdos para que no se le olvidaran. Primero los enganchaba con alfileres,
después los hilvanaba y, cuando ya estaban todos bien sujetos, pasaba las
costuras. Los remates a mano, para que no se deshicieran nunca las puntadas.
Había ido guardando los tejidos que componían su vida y la de sus seres
queridos que ya no estaban. Y ahí se encontraban todos juntos como los países
de un mapa: recortes de bodas, bautizos y funerales. El vestido de medio luto,
el de desahogo y los de colores de entretiempo y verano. Imágenes y memorias que
se iban aflojando, como la canilla de la máquina tras largo rato de
labor, pero ahora ya no le importaba, siempre tan hormiguita trabajadora
guardándolo todo. Finalmente lo iba a conseguir, llegaría a tiempo de dar un último pespunte al tiempo.
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